“En griego antiguo la palabra que se usa para designar al huésped, al invitado, y la palabra que se usa para designar al extranjero, son el mismo término: xénos”.

GEORGE STEINER

El desaliento y la falta de fe en nuestra fuerza interior suelen conducir irremediablemente a elegir entre dos opciones posibles la peor. Así, ante un incendio forestal se puede utilizar kerosene o gasolina para intentar sofocar el fuego y de igual modo se puede invocar personajes de tradición troglodita en nombre de la defensa de la patria. A veces uno siente como si en medio de la desesperación todos nos viéramos obligados a caer en  brazos de quienes, en su momento, patearon a su país desde la más profunda intolerancia. Sinceramente no me parece correcto el hecho de aferrarse a un hierro ardiente, en vez de utilizar la inteligencia y ciertos recursos persuasivos, a la hora de enfrentar cualquier problema que aqueja al ser humano.

El problema migratorio afecta, de una u otra forma, a todos los países del mundo, si bien cobra dimensiones distintas y comporta dificultades de diferente naturaleza que proceden del propio estatus de cada uno de ellos y de las medidas que se toman para abordarlo. Me preocupa desde siempre la inmigración haitiana, un tema presente de manera cotidiana en este país y que tan solo se agita, en uno u otro sentido, cuando resulta conveniente a intereses de algún tipo. Tengo la sensación de que existe una inclinación y un propósito más bien tibio a la hora de abordar su estudio en profundidad y que a pocos les importa de verdad una realidad que es palpable en las calles ni tampoco el dolor de un solo dominicano inmerso en la pobreza. Y esta situación es fruto de aquellos que tuvieron en su manos el poder de controlar los flujos  migratorios e hicieron caso omiso para seguir beneficiándose de los mismos y de quienes hoy se escudan en la desesperación, que embarga a muchos de los nuestros, frente al descontrol del incesante cruce de fronteras. No ver el trasfondo histórico de una realidad que afecta no solo a este sino a cualquier país es querer tapar el sol con un dedo. Y es, a la vez, negarse a reconocer que existen grandes fortunas alcanzadas en  nuestro territorio  con manos haitianas.

Es ingenuo, sin duda, todo esfuerzo por alejar al régimen de Trujillo, así como a algunas de las familias más poderosas en términos económicos, de su cuota de responsabilidad en el momento que vivimos. De igual manera, no debemos olvidar, ni pasar jamás por alto el hecho de que en los primeros años de gobierno del Dr. Joaquín Balaguer, éste sustentó su poder gracias a la cesión de grandes propiedades y fincas que pasaron a manos de altos mandos militares. No es justo enmascarar el hecho de que estos, a su vez, se beneficiaron del cultivo de la caña y de otros rublos agrícolas trayendo, para tal fin, mano de obra del otro lado de la isla. Ha habido por tanto y desde hace mucho tiempo –no valen excusas ni desmemoria– una componenda estatal para beneficiarse y obtener réditos de la pobreza de la nación vecina. No contemplar todos estos factores hace que muchos se dejen arrastrar por la pasión  y prefieran elegir, como única salida, exacerbar el conflicto.

Esta realidad nos lleva a recordar hechos históricos tan terribles como el acceso al poder de Adolf Hitler, quién logró que la creciente e imparable desesperación de la sociedad alemana, fuera el caldo de cultivo perfecto desde el que enarbolar alternativas cavernarias. Fue fácil manipular  a una juventud derrotada y que no encontraba la solución a sus males. El resultado es de sobra conocido. Una devastadora guerra con incontables perdidas, sobre todo humanas y el horror del exterminio judío en nombre de una exaltación que agita la  bandera de los símbolos patrios. Me es por tanto imposible confiar en recetas de este tipo. No creo ni creeré nunca en la utilización de la fuerza y mucho menos cuando ésta se sustenta en manos de hienas.

Ahora bien, el panorama se torna difícil y sin duda muy complejo, a la hora de asumir una posición que sea equilibrada y llena de mesura, pero a la vez  firme. No es sencilla la solución ni el camino a recorrer. En un descuido tu propuesta te hace parecer a ojos del mundo racista e inhumano, o bien por el contrario un insensato que abre las puertas sin control a todo el que quiera acceder a territorio nacional. Y es, precisamente esta  disyuntiva, campo de cultivo fértil en el que se mueven las pasiones, creando de este modo una suerte de cortina de humo que imposibilita discernir el problema con objetividad. Se acaba cayendo así en la trampa y atrapado en los prejuicios de uno y otro  lado.

Desde uno  se invoca el nacionalismo y desde el sentimiento se agitan emociones. Se apela a ese  amor incondicional a tierra propia y al mismo tiempo, se  pasa de contrabando, a todos cuantos tradicionalmente se han venido beneficiado de la miseria haitiana. Del otro lado se sitúan aquellos que por razones ideológicas, rechazan toda diferencia histórica, social y cultural entre ambos pueblos, mientras alzan la voz por un mundo en el que se diluyen y se anulan identidades, esgrimiendo teorías que abogan por un planeta que carece de fronteras.

Hay, a mi modo de ver o debería haber, una tercera posición obligada a asumir un discurso claro, diáfano y sin medias tintas. Creo que es preciso comprender que debe preservarse sin condiciones una convivencia pacífica entre el pueblo haitiano y el dominicano y que ésta debe mantenerse por encima de quienes auspician un enfrentamiento abierto o solapado. Dicho esto considero y creo firmemente en identidades territoriales y nacionales.  Como haitianos y dominicanos somos marcadamente distintos, igual que ocurre con países colindantes en cualquier lugar del mundo. Y esto es bueno, es enriquecedor y por eso creo que es vital el respeto a las diferencias.

Por otro lado mantengo que se deben arbitrar mecanismos institucionales que permitan regular una situación que, es evidente se nos escapa de las manos.  No podemos, ni debemos dejarnos arrastrar por la pasión, pero al mismo tiempo estamos obligados a trazar la raya de Pizarro y delimitar con claridad la línea que divide nuestro territorio de territorio ajeno y este proceso no va a ser resuelto de una manera tranquila y pacifica mientras las autoridades, de uno y otro lado de la misma, no dejen de jugar al avestruz.

Cada día el espacio de convivencia se vuelve más y  más precario. Nadie acepta que su vecino, por más afecto que uno le tenga,  tome la cama de su hijo o se siente en la sala a cambiar los canales de su televisor.  Haití, como nación, tiene una cultura que le es propia muy distinta, en términos de semejanza, a países como Venezuela, Cuba o Puerto Rico por citar algunos que le son próximos. Y esto debe ser dicho con claridad sin entrar en valoraciones que prejuzguen en uno u otro sentido. Es necesario, al menos a mi juicio, reconocer la existencia de tales diferencias y como tal aceptarlas.

Por ultimo, me gustaría destacar una experiencia que tuve con un entrañable amigo y ferviente defensor de mantener una política de puertas abiertas en nuestra nación, sin pensar que nuestro pequeño país no se puede, en modo alguno, comparar con otro tipo de economías que mantienen mayor capacidad para absorber, hasta cierto punto, una entrada masiva de inmigrantes extranjeros. En  ese momento las pasiones estaban muy encendidas entre nosotros. Él defendía sin rodeos una falta de  identidad como dominicano que le permitiera sentir de modo diferente a alguien nacido en Haití. En el instante en el que nuestro debate subió hasta el pico de la montaña, le  formulé una pregunta que le dejó desconcertado. Yo quise saber cual era la razón por la que se emocionaba de un modo  distinto cuando Samuel Sosa sacaba la pelota del parque, a cuando lo hacia el ¨toletero¨ norteamericano Mark McGwire. De repente no supo qué responder. La perplejidad apareció en su rostro y todas sus teorías, perfectamente sustentadas teóricamente, cayeron al suelo.