No soy precisamente un cristiano, al menos no en el sentido usual. Defiendo sin embargo al cristianismo como la más grande revolución ética de la historia de Occidente. Hallo grandioso esto de amar al prójimo como a sí mismo-a, llegando incluso a decirse que para Jesús todos los Mandamientos podían reducirse a este único precepto. Y sus anatemas sobre los ricos, y la opción por los pobres, y su defensa de la mujer…
Pero hay un cristianismo de la boca para afuera que saca de quicio. Por cierto, pasa con prácticamente todas las doctrinas. El mundo de ha gastado un cristianismo cosmético, nominal, que ha servido de escudo para, quizá, los más abominables, prolongados, masivos y, de ñapa, relativamente encubiertos barbaridades de la historia humana. ¡Que es mucho decir! En la medida en que la Humanidad se entere de los crímenes contra América, Asia y África por parte de los grupos de poder de la Europa moderna (cadena interminable de genocidios, despojos, saqueos, esclavitud, colonización, destrucción), todos a nombre de Cristo –y de la libertad, la civilización y de un largo de etcétera–, la mirada hacia este continente, por parte incluso de parte de sus propios habitantes, tenderá a tornarse cada vez más crítica, más condenatoria. Y asomará algún cuestionamiento a la doctrina religiosa que le sirvió de bandera (seguramente para concluir que, al final, tal doctrina solo ha sido usada de parapeto).
Es Europa también –¿es menester decirlo?– porción del mundo cuna de aportes invaluables a la Humanidad: ciencia, algún sentido de la democracia, desarrollo material, pensamiento filosófico. Por lo demás, tampoco tiene, ni mucho menos, la exclusividad en eso de hacer daño execrable a pueblos enteros…
En el país, como en toda América, hemos heredado de Europa tantas cosas que cuesta enumerarlas. Pero hay una que no podía quedarse, porque es de primer orden: el cristianismo adulterado. Los europeos podrán alegar que ellos mismos, a su vez, no son sino reproductores de un cristianismo ya degenerado por el Imperio Romano, al punto de que sus emperadores –desde Constantino– se escudaron en él para salir a avasallar pueblos y someter a quienes quedaran vivos a la esclavitud o al pago de impuestos. La Edad Media europea, que siguió al Imperio, es un oscuro período de un cristianismo obligatorio y cuya esencia era desconocida por la gente común, analfabeta y sumida en la ignorancia. Era un cristianismo consustancial a la lógica de dominación y opresión de los dueños de la tierra y del poder.
No hay que negar que a América llegó también algún cristianismo auténtico –¡viva Dios!–, gentes que, por ejemplo, nunca dudaron de que los pobladores aborígenes tenían alma y por tanto derechos como humanos. Así, la tríada maravillosa compuesta por Las Casas, Pedro de Córdoba y Antón de Montesinos supo armarse del coraje necesario para defender al “indígena” –es verdad que sin mucho éxito inmediato— de las infames atrocidades de los esclavistas españoles. Y como ellos algunos más en otras latitudes del Continente.
A decir verdad, sin embargo, no abundaba lo que se dice demasiado la compasión prodigada por los “cristianos” de la Conquista: ni ese cristianismo medieval daba para mucho ni la angurria de la empresa económica en curso permitía andarse con miramientos con aquellos “prójimos” de, al menos, dudosa condición. Y ya conocemos los resultados…
En nuestro país, desde entonces, las cosas han cambiado mucho, al punto de llegar a ser nada menos que una república. ¡Y cómo no iba a cambiar también el cristianismo! A escala mundial la historia ha sido larga, llena de episodios sangrientas (la guerras religiosas fueron largas y frecuentes) como de enfrentamientos teológicos y de cismas. En nuestro patio, entre otros cambios, hemos visto florecer cualquier cantidad de denominaciones autoproclamadas cristianas, además del tradicional catolicismo.
¡Si es por la proliferación de iglesias, de cristianos congregados y no congregados, de predicadores, y por la infinidad de “Amén” que se pronuncia por doquier y a cada instante, está claro que este país está libre de todo mal y de toda maldad!
Una pena que uno no pueda ser tan optimista. Si “Por sus frutos los conoceréis”, como se atribuye haber dicho el mismo Jesús, parece que la semilla del cristianismo adulterado sigue tan viva como en los tiempos de Constantino.
Ya no se trata de aborígenes “encomendados” y explotados hasta la extinción, ni de negros esclavizados por siglos, todo ello más o menos naturalizado por un cristianismo cosmético, sino de mil formas del uso de éste para el engaño, embrutecimiento, adormecimiento y sumisión de la población: con el trujillismo, con una cúpula eclesial que gustosamente servía a la lógica del régimen; muerto el tirano, con esa propia cúpula sirviendo para obstruir el gobierno de Bosch y para su propio derrocamiento; hoy, con parte importante de las iglesias de otras denominaciones sirviendo a la despolitización de la gente y, en cambio, haciendo de un Diablo que no habita más que en sus cabezas el único y efectivo responsable de todos los males. Los opresores quedan todos exonerados de toda culpa.
¿Qué habría sido del país si, al propio tiempo, no hubiéramos contado también con cristianos verdaderos –dentro y fuera de las distintas iglesias–, sin el aliento de numerosos sacerdotes y pastores que han sabido abrazar la verdadera práctica del amor, solidaridad, la opción por los pobres y la decencia (en grados y formas diferentes pero igualmente efectivas)? ¿Y, claro, sin la existencia de tantos no cristianos que también han optado por el bien, es decir, contra las injusticias?
No hay que ser cristiano –ni marxista, por cierto— para asumir la lucha por el bien y para combatir el mal. Pero que usted diga que es cristiano o cristiana no lo libra de llevar el demonio en el alma. Hace varias semanas le oí a una señora exclamar furiosa un retumbante “¡Deberían morirse todos!”, en referencia a la tragedia en la que 13 haitianos y haitianas, incluyendo dos menores, murieron tras accidentarse una jepeta que manejada un dominicano. Le pregunté si era cristiana y su bonita respuesta fue que yo no era más que un pro-haitiano. Por la respuesta infiero que ciertamente era “seguidora” de Cristo. Hace días, un dirigente de un gremio de transporte autodenominado “cristiano” ordenó no montar haitianos en sus medios (a propósito de un dichoso canal que la insensatez ha convertido en casus belli). Luego dio marcha atrás, pero ya la verdadera naturaleza de sus valores había aflorado. Hace poco conversaba con un cristiano convicto y confeso que rechaza con todas sus fuerzas la propuesta de las Tres Causales para la interrupción del aborto. Minutos después, parece que olvidando su defensa cerrada de la vida (se llaman Pro-Vida, como se sabe), propuso que lo del canal se resolvía entrándole a bombazos al país vecino.
Ser o no ser cristiano no es el problema. Ser o no ser puramente cristiano, tampoco. ¿Quién podrá arrojar legítimamente la primera piedra? De lo que la humanidad y el país deberían estar hartos es del “cristianismo” de la manipulación, del aprovechamiento de la desorientación y la ignorancia, el de los tontos útiles, de la pura pantalla, de la opción por los poderosos y las propuestas fascistoides del tipo Bolsonaro; y del “cristianismo” condenatorio y maniqueo que no cesa de llamar a un arrepentimiento de supuestos pecados que no conocen.
¡Ese no! ¡Sí el del amor!