En materia de eficacia personal, saber priorizar es una competencia que todos deberíamos cultivar. Esto también es válido para el Estado y la sociedad en su conjunto.
El éxito depende en mucho de nuestra capacidad para concentrarnos en lo que merece ser tratado, resuelto primero que todo el resto. En otras palabras, hacer la buena elección en el buen orden, o bien ser capaz de filtrar, ordenar las prioridades.
Pero esto no parece ser un atributo de los dominicanos. Los datos que comienzan a salir del Décimo Censo Nacional de Población y Vivienda son reveladores de esta carencia. Mientras el 91.7 por ciento de los hogares tiene al menos un celular, solo el 82.4 por ciento tiene un inodoro.
Y, lo peor, de los hogares que cuentan con un inodoro, solo 21.7 por ciento lo tiene conectado a un alcantarillado público. Es decir, que el Estado es tan malo en la elección de sus prioridades como los propios ciudadanos.
Estamos aquí frente a un desastre ecológico, la mayoría de nuestras heces terminan en letrinas o en pozos sépticos, iniciativas populares para el tratamiento de aguas residuales en localidades donde no hay acceso a redes de alcantarillados, generalmente zonas rurales o barrios periféricos de las ciudades.
Estos sistemas sépticos, hechos por gente inexperta y sin ninguna supervisión, son generalmente defectuosos, debido a que, en lugar de retener los desechos, los expone directamente al suelo, pudiendo incluso afectar ecosistemas acuáticos.
Así andamos en la elección de nuestras prioridades. Ciudadanos que, a la hora de elegir entre un inodoro y un celular, se inclinan mayoritariamente por lo segundo. Y un Estado que no da muestra de mejor juicio en la jerarquización de las suyas, ya que en vez de dotar al país de una eficiente red nacional de acueductos y alcantarillados y resolver un problema de suministro de energía eléctrica que tiene más cincuenta años esperando una solución, decide ampliar un metro, construir un monorraíl y nuevas autovías, obras todas necesarias, pero que no corresponden al correcto orden de prioridades de un país donde varias décadas de crecimiento económico (uno de los mayores en América Latina y el Caribe en el curso de las dos últimas décadas) no han sido suficientes para reducir un preocupante índice de pobreza.
El buen juicio indica que cuando hay más enfermos que camas en los hospitales, debe procederse a una priorización de las tareas urgentes e importantes (así se hizo en Europa en el momento más crítico de la pandemia de la Covid-19) y concentrar los esfuerzos en aquellos que tienen más posibilidades de sobrevivir.
Si razonáramos de esa manera no ocupáramos uno de los últimos lugares en las clasificaciones internacionales de los sistemas educativos, incluso por debajo de países de la región con menor desarrollo económico, como Nicaragua y Paraguay, según la evaluación PISA y la latinoamericana ERCE.
Lo sabe el Estado y también los ciudadanos: la educación es la clave para la reducción de la pobreza, favorecer el crecimiento económico, reducir las desigualdades entre los hombres y promover el desarrollo social, pero nos resistimos a colocarla en la cima de las prioridades nacionales, porque aparentar que nos desarrollamos, con metro, monorraíl y amplias y modernas autovías, nos parece más importante que el verdadero desarrollo: una población instruida, productiva y con conciencia de sus deberes y derechos como ciudadanos.
Hagamos un esfuerzo por entenderlo, organizarnos, jerarquizar nuestros objetivos, es la clave del éxito tanto personal como social.