En una agradable conversación entre amigos hablábamos de ese sentimiento extraño, casi ausente hoy, que es la nostalgia. Quedó en mi mente la cuestión de la ausencia de nostalgias en los jóvenes actuales y de cómo, cada vez más, estará alejada de la vida de los futuros adultos y, es probable, se agrave en nosotros los ya casi viejos.

Pensándolo bien, la juventud no es edad para la nostalgia como tampoco lo es para la melancolía. Es probable que un joven sea invadido por la melancolía, esa dulce enfermedad, si posee una alta sensibilidad estética; sin embargo, es más improbable que le asalte la ausencia por lo bello de lo vivido. La razón estriba en que la juventud es la edad para las experiencias que nutrirán el recuerdo futuro; en términos menos llanos, es el momento para las vivencias, entendidas estas como aquellas experiencias que contribuyen o inciden en la construcción de la persona. Naturalmente hay un presentismo de lo vivido que es más apropiado para esta etapa de la vida humana. Como lo recuerda la canción: «juventud es delicia, juventud es caricia». La juventud «es» mientras que la nostalgia de algún modo es un «no-ser» imaginado.

Tanto la nostalgia como la melancolía son propicias en la vida adulta cuando el cúmulo de las experiencias y las responsabilidades que conlleva el hacerse cargo de la propia existencia traen el inevitable conflicto entre lo bello del recuerdo y el llamado imperante de la realidad. Así como, prácticamente, es imposible que un niño experimente esa «añoranza» por el pasado y esto le afecte al tomar conciencia del no retorno de lo vivido, un joven se aproxima a la vida desde la novedad del instante y no del pasado acumulado, condición de posibilidad para el buen recuerdo que exige la nostalgia. Bajo esta lógica es claro que la vejez es la edad de oro para la nostalgia, sin que le sea exclusiva puesto que también está presente en la vida adulta; aunque de formas distintas.

No significa, en modo alguno, que la juventud esté vacía de contenido y de memorias de lo vivido. En esta hermosa etapa de la vida también se ha realizado lo oportuno como para abrirse al recuerdo y «degustar» internamente de las cosas ya idas. Lo que sí queda claro es que, aunque siempre es posible «reflectir» sobre lo habido y su incidencia en nuestras vidas, la juventud trae otras preocupaciones que el mero gusto por los recuerdos o ese desmedido afán de traer a la memoria lo ya ido. La juventud es para lo que Eric Fromm llamó el proceso de individuación: despegarse del cordón umbilical y abrirse al inexplorado mundo. De ahí el miedo a la libertad que trae trazar el camino propio.

La juventud no es para la nostalgia. Está claro como el agua de un manantial. La preocupación está en la ausencia futura de cierta nostalgia muy disímil a la que nos ha tocado como generación. Aunque reconocemos que cada «tiempo» tiene sus maneras de ser, sus preocupaciones y sus especificidades, la exposición al pasado era más frecuente que en la actualidad. La inmediatez de las experiencias, la novedad del instante que trae el complejo universo tecnológico (súmele a ello la desfachatez de las noticias falsas y el derrumbe de cualquier certeza vinculada o no al pasado) son los que moldearán una nostalgia tan disímil como la vivida por los que rondamos el medio siglo.

El problema con la nostalgia futura será su falta de pasado. Un pasado que no es meramente individual, sino compartido en un entramado de red de significantes. La diferencia está en que «ayer» se tenía mayor veneración por tradición, lo que contrasta con la crudeza de la indiferencia por todo aquello que no sea inmediatez. Esta última disfrazada de novedad eufórica, de orgía perpetua.

La densidad del pasado es fundamental para la nostalgia. Densidad que está ligada a la experiencia temporal de los sujetos y su conexión con el mundo. Vivir hoy es tan vital como se hacía antaño, pero el modo en cómo se vive y se experimenta el mundo y sus referentes culturales ha cambiado; este es el problema. La nostalgia venidera será sin pasado.