Peces en el desierto

La idea de juntar en una oración la norma y   corrupción puede parecer una paradoja o un juego de palabras. Sin embargo, si nos acercamos un poco a cada concepto veremos que hay algunas posibilidades de encontrar razón en esta construcción. Rastreamos algunas definiciones de uso corriente y encontramos que la corrupción es relativa a deterioro, corrosión, daño, putrefacción. Por su lado la palabra norma, inscrita en la psicología social, supone la conducta esperada por el grupo, lo que desemboca en la presión sobre el individuo que debe adaptarse. Lo opuesto sería inadaptación social.

Si aceptamos las definiciones supra mencionadas, colegimos que el conformismo social nos salva del barco de los locos donde, según Foucault, desterraban a los “raros” como forma de mantener el statu quo. Determinado orden en el cual el sujeto está   sujetado por la normalización de la desigualdad de clases, el caos económico, el desenfreno amoral, la desarticulación de la familia, la violencia, el robo a diferentes escalas y los estados emocionales alterados, convertidos en norma.

Normalización sin resistencia

Esas “conquistas” conducen a las masas a la aceptación del descontento y la culpa, revirtiendo el fardo de responsabilidad de los administradores del estado a los propios individuos que, paradójicamente y para enfrentar la disonancia cognitiva, pregonan feliz su desvergüenza. De tal manera, nos han hecho creer en el emprendedorismo y el “progreso individual” que desemboca en pasividad y egoísmo ante la desigualdad, además de la inserción del emprendedor al consumo desbocado como garantía de “éxito social”.

Asumir que la normalización “tiene que ser entendida desde el ámbito de la interacción social” (Cisneros, 2005), nos conduce a la consecuencia de que una distorsión ética en dicho ámbito se convierte en factor de coacción para el individuo que se resiste a las normas sociales corrompidas. En un contexto donde las instituciones practican con relativa impunidad violaciones morales, uso del poder para beneficios personales  al margen del grupo social, y otras formas de desvío ético, el individuo se ve sumergido en la ambigüedad entre lo inscrito y lo práctico.

Michel Foucault utiliza el concepto de “dualismo constitutivo” para referirse a la binariedad normal-anormal, y la enclava en la llamada consciencia de occidente. La nueva ola de normativización y normalización arrastra la concepción del derrumbe de la consciencia occidental. El campo de batalla es el lenguaje. El argumento es el de la construcción. Sin embargo, no es posible hablar sin habla, no existe afuera del lenguaje, y así aceptamos como corolario el concepto wittgenstieniano de los límites de mi mundo como límites de mi lenguaje.

¿Sociedad enferma?

De este modo, la concepción de corrupción emparejada a la normalización de lo que antes era la antítesis de lo deseado por el grupo, asumiendo que la norma  y el poder representativo suponen el bienestar del grupo organizado, fermenta los valores y propone su desmonte, y nos obliga a la pregunta de lo conveniente. W. Ross plantea que un acto es bueno y correcto cuando cuenta con la aprobación social y cuyas consecuencias favorecen la vida. Volcar el orden simbólico en el que la consciencia colectiva se construye es generadora de un estado cognitivo que no favorece a la representación colectiva.

La corrupción como concepto, ha sido subsumida como práctica social y, al mismo tiempo reducida al ámbito de la práctica ilícita de funcionarios en el usufructo de los valores generados por gestiones que deben ser para provecho público. Empero, es perentorio abrir un poco más la definición de corrupción, siendo que la inmoralidad erosionando el contrato social, es también corrupción. Incluso, esa última es la que precisamente legitima a la primera

Nos enfrentamos a la pregunta: ¿Quién es el corruptor?, y tropezamos con la recursividad de que la víctima del corruptor se corrompe y, al mismo tiempo, corrompe, en unos reenvíos sociales que desembocan a la ya denunciada sociedad enferma. Evidencia de ello es el voto como mercancía, la obscenidad como prestigio y la prostitución normalizada como trabajo. En este campo minado crece una juventud ciega ante sus enemigos y sus vicios, fundando líderes y modelando su personalidad con figuras de alcantarilla, ante la indiferencia de la derrotada generación anterior.

No importa como llamemos a los nuevo “modelos sociales”: influencers, trolls, robs… solo hay confusión y derrumbe de relevo generacional erosionado, deforme y empoderado de vacío. Estamos a la espera de la emergencia, en medio del caos, de un pensamiento que cuestione la tendencia mediática de mancebía, el hundimiento social en casa de lenocinio. Lo contrario es miedo o indiferencia que, para el caso, es igual. Alea jacta est.