De mis recuerdos más bonitos de infancia, son de mi vecindario en el Arbaje IV, no había un vecino, una familia, o un niño al que no conociéramos por nombre y apellido.

Nos dejaban salir al parqueo después que hiciéramos la digestión, jugábamos el topao, mariposita linda e’, trúcamelo y le dábamos la vuelta a la manzana sin peligro alguno. A las 6 de la tarde, luego de que pasaba el panadero y el carrito de helados Bon, nos recogían para bañarnos y cenar.
Los padres de los otros niños no eran vecinos ni padres de los otros niños, eran nuestros tíos y sus hijos eran nuestros primos postizos. Si en una casa faltaba sal, en la de al lado se la pasaban, si a un muchacho le pasaba algo, el problema era de todos.
Mi mamá le hacía el moño del ballet a mi vecinita y su papá nos llevaba juntas a las clases. Cuando vino el ciclón George, salimos todos al otro día a recoger árboles y le pegamos tape a las ventanas de los condómines que no estaban.
Cuándo el gallo de mi casa se perdió, hasta la tía del último piso salió a buscarlo y cuando a esa tía trataron de asaltarla en la esquina, fue mi papá quien la refugió en nuestra casa a pesar de la balacera.
En ese barrio de mi infancia la mayor tragedia fue un batazo que le pegó mi hermano a Alejandrito mientras nos disputábamos un partido de béisbol, y el peor envenenamiento fue por un pan hecho con agua de la llave que cocinamos la vecinita y yo en un horno de la Barbie.
Aunque ya soy grande, me he mudado sola y mi familia vive en una casa propia, conservo esos tíos y primos postizos con el mismo cariño.
¡Cómo ha cambiado el cuento en mi vida de adulta! Ahora residimos en apartamentos apartados, donde no sabemos ni el nombre del que vive al frente y mucho menos damos los buenos días.
Donde los dueños alquilan por airbnb al mejor postor, aunque esté prohibido, por ganarse dos cheles, sin importar la seguridad de los demás, pues “el problema es tuyo aunque yo te lo cause”.
La administración se desentiende mientras el dueño le pague; las autoridades sirven para lo mismo que la cornisa de la cortina de mi abuela.
Prendemos un musicón a altas horas de la noche sin respetar el sueño ajeno, ocupamos dos parqueos por ahorrarnos unos minutos, envenenamos a los demás con tal de que nuestra casa está libre de plagas, mientras la carcoma nos corroe el corazón.
¿En qué momento perdimos el sentido de comunidad?
Y no, no le voy a desear a los familiares de la más reciente desgracia que encuentren consuelo, porque eso no existe para los sinsentidos, para muertes absurdas, evitables y recurrentes.
Pensemos un poquito más en los demás, no somos islas, recordemos que la vida es una rueda y probablemente, en algún momento, el de al lado sea nuestra única salvación.