Los monos son esos Casi Señores que andan por los árboles saltando de rama en rama divirtiéndose, buscando alimento, escapando de algún posible o real peligro, o para que los capte el lente de unos fotógrafos de National Geographic que siempre andan inmiscuyéndose en la vida ajena de los animales.

Y decimos que son Casi Señores porque se diferencian en apenas un par de cromosomas del ser humano y su ADN es casi el 99 % igual al de usted querido lector o lectora, y el mío, y por la misma razón podemos afirmar que las personas somos unos Casi Monos.

Pues bien, a pesar de esta proximidad genética familiar que les convierte en primos les diré que a mí nunca me han caído simpáticos, ni siquiera los chiquitos como los llamados Titís que por la forma de sus rostros y sus cabellos blancos les apodan los Eisntein como el sabio de la teoría de la relatividad, y otros enanos por el estilo a los que se les atribuyen gracias por sus fisonomías, sus gestos o sus acciones -las monerías-.

Cuando me dicen que una persona o una cosa es mona la asocio a estos animales y de inmediato deja de gustarme. No los paso. No los trago. No los digiero. Ni mucho menos me complacen los monos más grandes, los circenses y amaestrados chimpancés que hacen cualquier tontería por el premio que les da el domador, los lentos y pesados orangutanes que se parecen a los perezosos de las selvas suramericanas, o los grandotes gorilas con caras de pocos o ningunos amigos que se golpean duramente el pecho para que los doctores vean que no sufren de bronquitis, a todo ellos los considero detestables.

En general me parecen unos manganzones, unos vagos que no hacen nada más que comer hojas, tallos o frutas para sobrevivir sin dar un palo al agua y después reposan durante horas o se echan tremendas siestas propias de ricachones. No trabajan a diferencia de las hormigas, los pájaros o las abejas que se pasan todo el día buscando y transportando alimento o construyendo sus complejos nidos o panales. Los monos ni se han molestado en hacer unas chozas, unas cabañas primitivas, unos refugios protectores aunque sean sin llaves o combinaciones numéricas tipo cajas de caudales.

Además son feos, algunos horrorosos, casi tanto como don Perucho el vecino del piso tercero del condominio, que cuando come glotonamente un guineo manzano parece como si el hombre involucionara hacia el mono en lugar de que el hombre desciende del mono como muchos aún lo creen.

De los monos muchos científicos dicen en sus laboratorios que son inteligentes, pero eso nunca me lo he podido creer pues que se sepa ninguno ha aprendido a leer y ni siquiera a decir las palabras otorrinolaringólogo o escalifragilisticoespiralidoso, ni ha podido cursar el más elemental curso de primaria aun sacando notas bajas como lo hacen tantos de nuestros muchachos y aun así pasan de curso con felicitaciones.

Además, me parecen unos tipos sucios en extremo, desaliñados, sin peinar, que no se bañan nunca a pesar de tener ríos o lagos cercanos como se ven en las películas de Tarzán y su querida la mona Chita, están llenos de piojos y otros parásitos que para mayor repugnancia se los comen como si fueran el maní tostado que ponen de aperitivo en los bares sofisticados ¿Tanto les costaría darse una ducha aunque solo fueran los domingos?

Tampoco son unos santitos, de buenas gentes no tienen nada, se pelean a cada rato entre ellos mismos por cualquier motivo pendejo o con los de los otros clanes rivales, llegando incluso a matar y comerse a sus víctimas sin cocinar, en dichos menesteres algunos humanos hemos compartido hasta hace unos pocos años ese crudo gusto gastronómico como lo hacían ciertas tribus de Papúa, África o el Amazonas que no pagaban impuestos hasta hace unos pocos años.

Los macacos por ejemplo, esos que tienen las nalgas rojas como tomates bien maduros y unos colmillos que ya quisieran tener los pitbull, son tan fieros que se enfrentan a los mismos leones. Tengan ustedes mucho cuidado con ellos si van de safari por tierras africanas, y pónganse las gafas antes de tocar esa lagartija tan linda no vaya a ser que sea un cocodrilo hambriento de tres metros de longitud.

Llegados a este punto y reflexionado un poco más, tal vez no sean tan tontos como los considero y en el fondo son más inteligentes que nosotros los humanos y prefieran permanecer en ese estado de eterna vagancia, de no evolucionar a niveles biológicos y mentales superiores, y así llegar a tener una civilización de esas que les obliga a cumplir duras y largas jornadas laborales, observar fuertes leyes y penalizaciones, de vivir con una salud a base pastillas e inyecciones, a estudiar largos años para nuca aplicar una ecuación de segundo grado en las tareas diarias, y tantas otras obligaciones para la final ir al supermercado a comprarse una banana, con lo fácil que es estirar la mano y cogerla del mismo árbol… y sin pagar un centavo.