Dijo Carlos Marx que la religión es el opio de los pueblos; cuán equivocado estaba. El verdadero opio de los pueblos es el fútbol, el opio de los musulmanes, cristianos, judaístas, hinduistas, budistas y demás religiones y corrientes filosóficas.

Se demostró durante el mes que duró el mundial de Qatar, que, a pesar de las dudas, resquemores y sospechas será recordado como uno de los mejores mundiales de fútbol de la historia; sobre todo por la espantosa final entre Argentina y Francia en la cual los dos mejores futbolistas del planeta dieron un espectáculo imborrable.

Pero, ¿qué es el futbol? Una entretención que le da sentido a la vida de millones y millones de seres humanos, la mayoría abrumados por la pobreza, la violencia, la desigualdad y la tiranía del mercado. Mientras medio mundo estaba pendiente del mundial, Vladimir Putin arreciaba su estrategia de demolición en Ucrania. Pero estamos seguros de que esos mismos ucranianos, en medio de su gran tragedia, en medio del frío, del hambre, en medio de su desesperanza, también se emocionaron con el espectáculo global que es el fútbol. El futbol es un gran negocio, pero no mata a millones de seres humanos como lo hace el negocio de la guerra.

Vayamos a Messi. Siempre ha habido jugadores dotados de un talento excepcional para jugar al fútbol. Messi es tal vez el mejor dotado de todos los tiempos. Mientras que Ronaldo y Mbappe son máquinas de generar goles, Messi es un poeta, un artista del tiempo del juego. Mientras la mayoría de los jugadores patea el balón, Messi lo acaricia. Mientras la mayoría de los jugadores corretea sin sentido detrás de un balón, Messi lee en el pasto, se comunica con extraterrestres; no se comunica con Dios porque él es Dios.

Vayamos a Argentina. Argentina tuvo en Maradona lo que los brasileños tuvieron en Pelé. Pero luego apareció un petiso silencioso, que empezó a deslumbrar al mundo del fútbol con sus dotes sobrenaturales. Era tan pequeño que le apodaron la pulga.

Y empezaron las discusiones sobre quién era el más grande de todos los tiempos en Argentina. Y la discusión favorecía a Maradona porque había sido campeón del mundo. Y Messi había perdido la final de 2014 frente Alemania, y las finales no se juegan, se ganan. Luego, en 2021 Argentina con Messi gana la Copa América. Y empiezan a verlo con ojos casi maradonianos.

Y llegó Qatar y Francia y Brasil eran los seguros finalistas. Pero Croacia indigestó a Brasil y lo envió de vuelta a casa con los ojos hinchados de llorar. Se les había escapado la sexta copa del mundo.

Dice Ernesto Jerez, nuestro gran narrador de béisbol de Grandes Ligas, que en el juego el sufrimiento viene incluido. En cuartos, Argentina enfrentó a Países Bajos, Holanda, y al minuto 86 ganaba dos goles por cero. En un momento inesperado Holanda anota el gol del descuento. Ganando Argentina dos a uno en el minuto 99, se habían agregado diez minutos, un exceso, una falta tonta de un defensor argentino provoca un tiro libre. Y en una jugada extrañísima, el pateador holandés tira el balón a ras de césped y pasa por debajo de los pies de todos los defensores y se incrusta en la malla de la portería. Pavor, desconcierto, pero más que nada, sufrimiento. En penales logra pasar a la semifinal.

Vayamos a la final. Todo fanático es supersticioso y tiene sus cábalas. Elegí el lado derecho del mueble del cuarto de la televisión porque ahí me había colocado el día en que le ganamos a Holanda. Empezó el partido. Mi esposa había puesto un jarrón lleno de flores artificiales en la mesa de centro. Yo lo coloqué a mis pies. Ella quiso devolverlo a su lugar, pero yo no lo permití. Le dije, ese ramo de flores con todo y jarrón se lo entregaré a Messi cuando ganemos el mundial. (Perdón Messi por las flores artificiales).

Un primer tiempo soñado. Dos a cero al descanso. El tiempo seguía transcurriendo y Francia, esa selección tan poderosa, favorita para muchos, menos para nosotros lo messiánicos, parecía hipnotizada, perdida como niños en un gran bosque oscuro. De improviso, un penal a favor de Francia. Cobra la máquina Mbappe y acierta. El corazón se agita, la boca se inunda de saliva, las manos sudan. Y al minuto ochenta y siete, Mbappe hace uno de esos goles memorables y Francia empata el partido. Entonces se agolpan todas esas sensaciones opresoras que anteceden a una derrota inesperada, esas que más duelen y desconciertan.

Nos vamos al alargue. Argentina reacciona y sigue siendo superior a Francia, y al minuto 114 aparece Messi, siempre Messi, y anota para darle de nuevo la ventaja a Argentina. Y la gente en todas partes del mundo se alista para estallar de júbilo; pero silencio: al minuto 117 pitan un penal a favor de Francia. Incredulidad, desazón, taquicardia. Cobra Mbappe y de nuevo Argentina, a tres minutos del final, pierde la corona que casi tenía en sus manos. Y al minuto 120, el portero argentino saca un disparo de un francés que casi liquida la final sin tiempo para más. Ahí estuvo Maradona, solo su presencia divina pudo ayudar a Dibu Martínez a para el gol del campeonato francés. Por fin se acabó el tiempo de alargue. Y vinieron los penales.

Fui al botiquín, tomé un Diocam de 0.5 mg, me lo tomé y me tendí en la cama. No quise ver la tanda de penales; mejor, no tuve valor de verla. Solo me paré de la cama cuando un vecino simpatizante de Argentina estalló en júbilo. No pude disfrutar ese momento que tanto había soñado por Messi: demasiado drama para un fanático que ama al fútbol como ama la vida misma.

Y no tuve que llorar, solo sufrir por ti, Argentina.