El pasado lunes se dio a conocer la historia de Lulune Malanee, una mujer de origen haitiano que lleva viviendo en el país más de 18 años. Para radicarse temporalmente en el territorio dominicano se valió de un carnet el cual perdió mientras ejercía su trabajo de vendedora, quién después de perderlo, no hizo mayores esfuerzos para regularizar su estatus migratorio. Ya sin ninguna razón legal que avalara su permanencia en el país, continuó desempeñándose como vendutera y llevando a cabo con toda normalidad sus actividades sociales, logrando unirse conyugalmente con Yenoph Nool, procreando junto a éste 3 hijos, dos de ellos nacidos en la República Dominicana.

Relata el Listín Diario que un buen día la señora Malanee fue sorprendida por las autoridades de migración sin documentos que justificaran su estancia en el país, por lo que fue detenida y conducida hasta el Ensanche Libertad, lugar donde se encuentra el centro de acogida para ilegales. Cuenta la historia de la indocumentada que una vez trasladada desde Santiago hasta Dajabón, se le practicaron los registros de deportación y poco tiempo después fue devuelta a su país de origen, lugar donde pernotó hasta el día siguiente. Cuando para entonces volvió a cruzar la frontera, hizo pausa en Las Matas de Santa Cruz y desde allí fue transportada hasta Santiago sin ningún contratiempo no obstante a la cantidad de retenes militares que existen en el trayecto.

Toda aquella odisea resulta barata a pesar de la travesía que implica llevarla a cabo. A Malanee le costó 8,000 pesos volver ilegalmente al país y a la nación dominicana le está costando, en términos generales, su historia y su cultura. Los que por dinero se hacen cómplices de aquella situación insana de corrupción son criminales, gente misántropas de la Patria que no merecen otra cosa que no sea el repudio de todos y la firme reprensión del Estado. Muchos de ellos son uniformados que llevan el escudo o la bandera en sus vestimentas militares, sin pensar que el rojo que tiñe a una parte de la bandera simboliza la sangre derramada no solo por nuestra independencia, sino también por la separación para siempre de Haití.

Cuando nos separamos del vecino país no era posible ya que ambas naciones convivieran bajo una misma identidad nacional, sino que las diferencias de ambos pueblos estaban muy marcadas, al punto de hacerse imposible la convivencia pacífica. Así lo consideró Duarte al decir que “estaban convencidos de que entre dominicanos y haitianos no hay fusión posible. Somos y seremos dos pueblos diferentes.” Efectivamente, nos separamos de Haití porque somos distintos, porque además, aunque somos países vecinos, no podemos catalogarnos como naciones hermanas ya que nuestras disparidades se reflejan en la idiosincrasia, la cultura, los matices y hasta en el arte; pero aquellos dominicanos que están llamados a velar por nuestra frontera y por la seguridad de nuestra nación y no lo hacen, sino que más bien permiten el paso ilegal de haitianos a cambio de dinero, se constituyen en verdaderos corruptos y traidores de la patria.

El origen de la inmigración haitiana se remonta al año de 1916, año de la primera intervención norteamericana. Siendo el desarrollo económico uno de los propósitos justificantes de la ocupación, los norteamericanos incentivaron la entrada de trabajadores braceros que se ocuparon de cultivar la caña a fin de impulsar la industria azucarera. Aunque en la fase primaria del plan llegaron al país trabajadores cocolos, esto es braceros provenientes de un grupo étnico de las Antillas Mayores, para el año de 1924 ya la mayoría de los obreros eran de origen haitiano.

La práctica de traer trabajadores de la caña provenientes de Haití perduró incluso hasta más allá de la década de los 80, cuando la economía del país logró expandirse a través de actividades distintas a la agricultura y cuyos obreros provenían, en su mayoría, de Haití. La razón por la cual la mayoría de trabajadores en los ingenios, la agricultura e incluso en las industrias de la construcción eran haitianos, se debía a que el trabajador dominicano solía cobrar precios más altos que los nacionales del vecino país, por lo que se generó una demanda excesiva de la mano de obra barata a través de contratos temporales que implicaba la emisión de un carnet de identidad que perimía una vez rescindía el contrato. Ocurría sin embargo que el haitiano, hallando mejor sustento en la Republica Dominicana, se quedaba en el país incluso después de vencido su contrato laboral, se radicaban en lugares específicos que hoy conocemos como bateyes formando así comunidades.  Todo aquello ocurrió bajo la mirada indiferente de nuestras autoridades, quienes se desentendían a conveniencia de la situación recibiendo a cambio beneficios de tipo económico.

Hoy día la inmigración haitiana ilegal es un problema ya de Estado para la Republica Dominicana y en la medida que se recrudece la situación del vecino país la llegada por todos los medios de nacionales haitianos se incrementa, llegando a ser verdaderas estampidas humanas las que traspasan la frontera mientras los dominicanos presenciamos atónitos la ocupación paulatina de nuestro país.