Las recientes declaraciones del ministro de Economía, Pavel Isa, en el sentido de que existe en el país un discurso de odio y rechazo contra los inmigrantes, particularmente haitianos, ya han comenzado a provocar ronchas entre los nacionalistas, y no faltarán voces que exijan al gobierno su inmediata cancelación.

Reconocer, en medio de tanta xenofobia, que este discurso de odio y rechazo contra los inmigrantes haitianos de nada sirve para enfrentar con seriedad el problema migratorio es un acto de valentía que debe ser respaldado por todas las personas y sectores sensatos de la sociedad. Intelectuales, asociaciones de profesionales, organizaciones populares, sindicatos, ONG, legisladores y funcionarios progresistas del gobierno tenemos el deber de apoyar a este joven ministro que está poniendo su vocación de servicio al país por encima de su interés en conservar su puesto. ¡Cuánta falta de eso tienen nuestros “patriotas”!

Una eventual destitución de Pavel Isa, una de las no muy numerosas cabezas lúcidas y sensatas de esta administración, sería un golpe mortal para lo poco que hay del cambio prometido por el presidente Abinader y su PRM y, a su vez, una gran victoria para los nacionalistas.

Continuar alimentando el odio y el rechazo a los inmigrantes y que este discurso sea asumido como política de Estado es lo que conviene a los señores dueños del país. Estos necesitan de un ejército de pobres, indocumentados, sin derechos, marginados, dispuestos a trabajar por cualquier precio, para mantener deprimidos los salarios de los dominicanos y seguir amasando fortuna.

Los nacionalistas, que lamentablemente los tenemos en todos los estratos sociales, conscientes o inconscientemente se ponen del lado de estos señores. Una muestra del peso del conservadurismo en el país y de las limitaciones que tenemos para desarrollarnos como sociedad democrática.

Pocos entendemos que la pobreza de aquí y la que nos llega de Haití para engrosarla es el negocio de estos señores: el ejército de pobres que necesitan para ponerlo en marcha y hacerlo cada vez más lucrativo.

Aún se entiende menos que, para reducir al mínimo este ejército de pobres, necesitamos, entre otras reformas, decidirnos por una inmigración ordenada. Y esto implica un efectivo control en la frontera y la regularización de los inmigrantes.

De decidirnos por ello, no habrá forma de mantener por mucho tiempo los salarios de miseria que prevalecen el país, porque forzaría a una mecanización de varios sectores productivos, agropecuaria, construcción, etc., lo que favorecería la aumentación de los salarios y el retorno de los dominicanos a estas actividades.

También los inmigrantes, esencialmente haitianos, comenzarían a dejar de engrosar nuestros cinturones de miseria. La regularización de su status les abriría las puestas de la integración, negociar mejores salarios, acceder a servicios. En fin, mejorarían su condición de vida.

En general, los haitianos tienen una alta valoración de la educación de los hijos. Una de las cosas que más me ha sorprendido durante mis pocas visitas al país vecino es ver cómo familias pobres, que viven de remesas o alguna pequeña actividad productiva, consagran hasta la mitad de sus ingresos al pago de una escuelita para los hijos, porque en ese país no existe un verdadero sistema de enseñanza público. Claro, esto no pueden permitírselo quienes viven en condiciones de pobreza extrema, que en ese país es la mayoría de la población.

De regularizarse la estadía de estos migrantes, no me sorprendería si en poco tiempo comienza a hacerse cada vez más notable la presencia de profesores, pastores, profesionales de las más diversas ramas del saber, artistas, deportistas, de origen haitiano. Eso ocurrió con los cocolos y apostaría a que ocurrirá en mayor dimensión con los haitianos, tanto por el grueso de esta población como por su disposición a apostar por la educación de los hijos.

¿Pondría esto en juego nuestra identidad? De ninguna manera. Más bien la reforzaría, son los haitianos los que van devenir dominicanos de plenos derechos, y orgullosos de serlo.