Muchos de quienes analizan la victoria electoral de Donald Trump son deterministas económicos, que suponen que las personas actúan impulsadas fundamentalmente por sus intereses económicos y, por tanto, atribuyen la misma a razones como la inflación.
Sin embargo, aparte de que nada en el programa trumpista permite vislumbrar que logrará disminuir la inflación -al revés, las tarifas que pretende imponer sobre las importaciones de China aumentarán esta-, Trump hizo campaña desde la trinchera neoconservadora de la guerra cultural y quienes por él votaron eran conscientes de que ello significaba deportación masiva de inmigrantes, prohibición del aborto en cualquier supuesto, restricción de los derechos de las mujeres y de las personas por su orientación sexual o status migratorio y normalización de su discriminación.
Y es que en Estados Unidos hay más fascistas “de lo que la gente piensa, en particular los hombres jóvenes. Y creo que muchos más millones están fascinados por Trump no por su supuesta destreza empresarial sino por su claro deseo de lastimar a otros. Es un tipo malvado, un villano, y eso entusiasma a muchos estadounidenses. Harris y los demócratas, por el contrario, son aburridos, aburridos, aburridos. En este sentido, la elección fue como una elección entre cuatro años más de iglesia o cuatro años de entretenimiento violento” (Joseph O’Neill), este último comenzando al anunciarse los integrantes de esa nave de locos, ese nido de cucos que es el gabinete de Trump.
Como afirma Elye Mystal, “merecemos nuestro destino, porque la verdad más fundamental sobre la reelección de Trump es que Trump tenía razón acerca de nosotros. Volverá a ser presidente porque él, y quizás sólo él, vio cuán verdaderamente viles, depravados y desinformados somos como país. Trump no es la causa fundamental de nuestros males. No creó las condiciones que le permitieran ascender. Él es y siempre ha sido un espejo. Él es como Estados Unidos se ve a sí mismo”.
Es fácil echar la culpa al liderazgo del Partido Demócrata por no conectar con la base tradicional de los trabajadores. Pero… ¿cuál es el precio de esa conexión más allá de los programas económicos de Biden que relanzaron la economía tras la Covid y de sus iniciativas sociales? ¿Asumir la agenda negadora de derechos que catapultó a Trump y sus teorías de la conspiración? ¿Son culpables los liberales, socialdemócratas y comunistas alemanes del ascenso de Hitler por no hacer suyo el programa antisemita de Hitler para captar el voto popular?
El éxito de Trump ha consistido en convencer a millones de sujetos invisibilizados y excluidos por la “sociedad del desprecio” (Axel Honneth) de que la humillación que sufren puede desaparecer transformándola en enfado -en lugar de reconocimiento de sus derechos y emancipación- e infligiendo daños a otros humanos que, en la cadena alimenticia del desprecio, están más abajo (otros pobres, negros, latinos, inmigrantes, homosexuales, mujeres) o a aquellos que, desde posiciones elitistas, los consideran a ellos “deplorables”.
No por azar el vicepresidente electo J. D. Vance, confiesa pública y descaradamente inspirarse en la sabiduría del sicópata asesino Anton Chigurh, personaje de la novela y película intituladas como esta columna, pues es aquella “hermandad de odio” (Alberto Toscano) la que permite extender a las masas “el poder y el placer de dominar a los demás” (Jason Read).