La historia de Hansel y Gretel siempre me ha parecido espantosa. Cegados por la extrema pobreza en que vivían, su padre y su madrastra los llevan hasta lo más espeso del bosque y dándoles un pedazo de pan les abandonan. Haciendo acopio de valentía y astucia, Hansel y Gretel superan un montón de situaciones peligrosas y, después de hacerse con las joyas de la malvada bruja que los había secuestrado, consiguen volver a casa, cargados de riquezas. Allí son recibidos por su padre, para entonces viudo.

Puesto que no me parecía edificante ni feliz, nunca les leía esa historia a mis hijos. Cuando llegaba a esa fábula de los Hermanos Grimm en el libro de cuentos que solía leerles, la sustituía por las aventuras de Chachalaca y Pelón, los hermanitos protagonistas de los relatos de Pedro Henríquez Ureña en “Los cuentos de la Nana Lupe”.

Chachalaca y Pelón eran dos hermanos traviesos que, de la mano del duende Don Yo de Córdova, visitaron lugares maravillosos donde conocieron personas, animales y plantas que, de otro modo, junto a sus padres, no hubieran podido conocer.  Don Yo de Córdova los llevó a Jauja, una ciudad hecha de dulces en el que las personas eran buenas y felices. Allí a los niños se les educaba en lo necesario para la vida y aprendían a amar la lectura y la enseñanza. Obviamente, en Jauja también existían las brujas, pero Chachalaca aprendería a lidiar con ellas y a quitárselas de encima.

Don Yo de Córdova no es el protagonista de los relatos. Solo es quien hace posible que Chachalaca y Pelón aprendan de otros personajes nuevos modos de vivir y relacionarse. Es también el que les presenta a quien les impartirá valiosas enseñanzas como, por ejemplo, que la suerte no se cambia con quejas sino con el trabajo; “que muchos no saben las ventajas de su propia situación hasta que una experiencia se la demuestra” o que “los tiranos se sirven de cualquier pretexto para hacer el mal”.

“Los cuentos de la Nana Lupe” fue escrito en 1923, pero sus lecciones, transmitidas gracias a un duende, siguen vigentes. Saber, por ejemplo, “que una vez un hombre le sacó una espina de una pata a un león, y que el león no quiso comérselo cuando se lo echaron en el circo para que lo devorara”, o que “el que gasta una broma debe saber tomar con buen humor la broma que le den,” sigue siendo necesario hoy día.

40 años después de haber conocido las aventuras de Chachalaca y Pelón, ha vuelto a mi mente y a mi corazón el recuerdo de Don Yo de Córdova y toda la espiritualidad, justicia, valor y ética que le transmitía a los niños, sin necesidad de ser el héroe de los relatos y sin quitarle la primacía a los protagonistas de la historia: los niños.

Estas últimas semanas, “los menores” han estado en los titulares de los periódicos, en las voces de los comunicadores, en las promesas de los políticos. Han habitado el cinismo de los tuiteros y despertado la compasión que se ejerce desde el sofá y la indignación que se queda en la queja.

Las historias que hemos leído recientemente nos han sacado del Jauja en el que por ratos creemos vivir, ese “país de dulces” que publicitamos para turistas que visitan Boca Chica, Verón y Puerto Plata, entre otros lugares que permiten fotos paradisiacas. No deja de ser irónico que el lugar que en Santo Domingo nos recordó hace unos pocos días (como si lo hubiésemos olvidado) la situación de vulnerabilidad y abandono en la que están creciendo muchos de nuestros niños, lleve el mismo nombre del lugar que fuera el foco religioso y cultural, desde donde se impartía justicia en la antigua Atenas.

Afortunadamente los menores también están en el corazón de gente que, a la manera de Don Yo de Córdova, les permite conocer un mundo bueno con el que pueden soñar y por el cual luchar; gente que les presenta una realidad más amable y les regala un poco de cariño y ternura; gente que encuentra tiempo para acercarse a los hogares y centros que trabajan por y para la niñez vulnerable; gente que hace posible que los niños y las niñas transiten el camino hacia un futuro distinto, desde un mejor presente.

Esa gente son los voluntarios, los “duendes” cuya presencia no solo alivia e intenta sanar las heridas de los más pequeños, sino también las heridas de sus padres y madres, de las vecinas o los abuelos que los tienen a su cargo, de sus maestros… esas heridas que se van transmitiendo de generación en generación y que requieren del esfuerzo de todos para sanar.