Pensar es, en cierta forma, caminar. Es una forma de deambular, divagar o andar sin rumbo fijo, o en un laberinto de las ideas: tampoco es el flaneur ni el voyerista como lo fueron Rimbaud o Baudelaire, de la bohemia parisina simbolista del siglo XIX. Es un caso distinto. Acaso el fundador que creó una especie de apostolado del arte de andar –o caminar–como filosofía de pensar haya sido Friedrich Nietzsche. Pensador romántico, al crear una manera de deambular como una forma de activar, alimentar u oxigenar el pensamiento, este filósofo alemán ha devenido en el arquetipo del pensador errante. Para algunos de sus exegetas es el fundador del “nomadismo filosófico”. Afirmó que solo tenían valor, las ideas que le llegaban a la cabeza, caminando, y que escribía menos con la mano que con el pie. En Ecce homo, dijo que “no hay que dar crédito a ningún pensamiento que no haya surgido al aire libre”. Por tanto, exhortaba a permanecer la mayor parte del tiempo de la vida, de pie, no sentado (contrario a Pascal, quien creía que el error del ser humano consiste en salir de su casa, en abandonar su mecedora). En consecuencia, Nietzsche hacía sus caminatas a aire libre como una experiencia del movimiento para ejercitar el pensamiento; también, como una terapia para aliviar sus dolencias y padecimientos mentales.
En su obra, Andar: una filosofía, Frederic Gros, atribuye el origen de la doctrina del “eterno retorno” de Nietzsche a su estilo o hábito de caminar por senderos y caminos repetidos y conocidos. Su obra es, en cierto modo, una experiencia del delirio: la de un visionario que deambula al aire libre, bajo el imperativo psicológico y mental del ser agobiado, atribulado y atormentado. Su vida fue pues una aventura del pensamiento, cuyo nihilismo transformó en una metafísica de la vida cotidiana, en una transfiguración de los valores morales canónicos, sagrados y establecidos por el poder. Fue el pensador errabundo, que perdió el rumbo de su mente en el laberinto de su temperamento, y que se volvió el rasgo distintivo de su filosofía, en la que el fragmento y el aforismo triunfaron sobre el tratado o el ensayo.
Prefirió los jardines a las bibliotecas, las caminatas al escritorio y el nomadismo al sedentarismo, acaso porque descubrió que el cultivo de los jardines sirve de mayor inspiración y fuente de sabiduría. De ahí que no quiso caer en el exceso de la cultura libresca, y por eso se aisló, pese a que escribió bastante. Quizás la errancia y lo antisocial tengan un punto en común con la enfermedad mental, esa incapacidad para aterrizar el cuerpo y poner el alma en reposo, lo cual genera la confusión entre la mente y el espíritu –como se puede colegir de Rimbaud. Nietzsche prefirió el espacio, lo abierto, lo que le permitiera usar los pies para caminar en círculo o recto, buscando las ideas que le dieran equilibrio para pensar. Creía que, entre las piernas y la cabeza, la mente y los pies, las ideas y el caminar había una armonía musical, una unidad, un ritmo que activaba y estimulaba el pensamiento. En La gaya ciencia, dice: “No somos de esos que solo rodeados de libros, inspirados por libros, llegan a pensar –estamos acostumbrados a pensar al aire libre, caminando, saltando, subiendo, bailando, de preferencia en montañas solitarias o en la orilla del mar donde hasta los caminos se ponen pensativos”.
Para Nietzsche, pensar es sinónimo de caminar, por lo que no hay pensamiento que no represente una caminata real. Así pues, todo pensamiento se define como un pensamiento caminado. Esta práctica no es exclusiva de los filósofos, sino de artistas y escritores, que, antes de pensar, crear y escribir –desde la antigüedad hasta la modernidad–, hacían largas caminatas, después de tomarse un té o un café.
En toda la obra de Nietzsche hay una visión fantástica, y aun utópica, del ser soñador despierto, del pensador como soñador, del caminante como pensador o del pensador como caminante. Paseaba hasta diez horas diarias, en un estado de melancólica nostalgia como un ser solitario y atormentado, y acaso este estilo de vida –o de trabajo– alimentó su obra filosófica. El paisaje le sirvió de inspiración, de estímulo intelectual, pero también le deparó cierto sentimentalismo y cierta melancolía trágica. Así pues, amó menos la sociedad que la naturaleza y más el movimiento corporal que el reposo espiritual. De Alemania a Nápoles y Génova, arriba a Turín, donde descubre la fascinación y el milagro, y donde hará largas caminatas por las riberas del Po. Aquí escribe Ecce homo, allí pierde la cordura mental (si alguna vez la tuvo), y abraza el célebre caballo maltratado que haría inmortal su indulgencia y su dignidad moral. Huyó, como se sabe, de las ciudades, y en esa huida perdió la fe, descreyó de toda creencia, hasta encender la llama de su filosofía del crepúsculo y de la aurora. Su honestidad filosófica y su grandeza moral lo hicieron huir del mundo de la razón y de las creencias para buscar refugio en el mundo de las ideas y de los mitos. De ahí que se alejara del universo religioso y político, de todos los poderes y valores de Occidente. Vivió peligrosamente como lo anheló. Caminó para encontrar el reposo activo y se transformó en filósofo del caminar, en jardinero de las ideas, que atizó su pensamiento con el fuego de su imaginación para que la posteridad –siempre incomprendida–, abone el jardín de su mundo filosófico. Durante su atormentada vida intelectual, nunca pudo librarse de sus fantasmas metafísicos ni de sus paranoias obsesivas. Tal vez le sirvieron para alimentar sus creaciones y sus elucubraciones intuitivas, en las que se mezclan y confunden lo lírico y lo épico, lo dionisiaco y lo apolíneo. Nietzsche siempre se sintió y auto percibió como un ser desdichado, pero no por eso cayó en la trampa de la comedia del perdón. Rechazó, en cambio, la moral de la compasión y la ética solidaria del dolor. Vio con desdén la hipocresía del miedo y la religión del pecado. Fue pues un moralista sin moral y un nihilista sin filosofía doctrinaria. En síntesis: miró con hipocresía la moral social y la moral cristiana.