Este 23 de enero, cuando se cumplieron cinco años de su fallecimiento, me dio por recordar estos versos de Nicanor Parra en “Coplas del vino”:
Si me dieran a elegir
entre diamantes y perlas
yo elegiría un racimo
de uvas blancas y negras.
Ello porque su vid(a), su parra, tuvo forma de un racimo de ciento cuatro uvas –elegidas, blancas, negras y fructíferas–: diez décadas de escritura desafiante, de poesía inesperada, desconcertante. Cuando hablaba, por ejemplo, de “recuperar la oralidad perdida”, aunque Parra lo dijera “de boca”, lo formulaba por escrito y en la práctica, como quien oye llover. Y esa lluvia dejaba un charco de aparente transparencia, en el que había que evitar hundirse en falso, pues el nivel coloquial al que aludía es otro que el entendido en sentido llano: uno que, de hecho, cribado en la poesía, se transmuta y modifica.
De acuerdo con Laura Broitman, “Parra tiene una forma de tratar el lenguaje de una manera sencilla, lo que no significa simplista. Parra se juega por un lenguaje que deja de lado las connotaciones propias del lenguaje poético cargado de significado y opta por una coloquialidad simple y directa. La comunicación se establece de esa manera directa, sin los adornos lingüísticos, sin los estilismos tradicionalmente adjudicados a este tipo de lenguaje, transmitiendo una elección literaria. ¿Cuál es esta elección? La del lenguaje, la del lenguaje poético que, descarnado, logra esa identificación, esa mirada irónica que llega, a veces, hasta el humor, como forma transgresora, contestataria, de la poesía. No es que Parra no utilice todos los recursos del lenguaje poético. De hecho, usa la metáfora, la satirización a través del lenguaje, etc. No estamos hablando de una poesía ingenua, sino de una erudición que se manifiesta a través de esas opciones literarias que transforman esa imaginería en necesaria e imprescindible. La mezcla de poetizar lo cotidiano y cotidianizar lo poético, resulta en una manera familiar e identificatoria de hacer poesía.”
Aquel ideal parriano es de algún modo comparable al de Mallarmé: regresar a la palabra de la tribu. El poeta apela al habla, pero habla escrita, y en ese mismo instante introduce una paradoja: ¿hablar como escribir?, ¿escribir igual que hablar?, ¿con quién o a quién? ¿solo, a sí mismo, en un punto dislocado de demencia? Hablar es dialogar para –quizá– lograr respuestas, aunque fuera ante tu doble en el espejo. Pero escribir precisa otras aproximaciones. ¿Se produce el dialogismo, se puede conversar en algo dado, en un discurso cerrado e inalterable (cosa que, en efecto, constituyen los poemas)? He aquí donde el lector habrá de despojarse de su hábito (su ropa) de consumir poesía: si no entendemos esa subversión de la lengua poética por uso de la lengua habitual nos perderemos en el camino, extraviados, fuera de vía, pues, descarrilados de la locomotora del sentido y del significado. ¿En dónde estaría, en tanto, la legitimidad de extrapolarme el habla de mi vida cotidiana y ofrecérmela en poemas, si comoquiera debo manejar un nuevo código para salir al claro del bosque lexical? Lo cierto es que la pretensión de devolver el “lenguaje natural” envuelto en un dispositivo poético equivale a desnaturalizarlo. Por eso, lo que Parra obtiene en su laboratorio, son artefactos. Y funcionan.
Eduardo Milán lo vio enseguida, y lo sostuvo: “[Entre Lezama Lima y Octavio Paz el poeta más importante] es Nicanor Parra. Por una razón muy simple: fue el único de los tres que afectó realmente a la poesía latinoamericana. Generó una incomodidad tan grande en la concepción del ‘poeta como vate’ que escribir poesía después de Poemas y antipoemas era una cuestión de replanteamiento constante. Además, lo que hace Parra con la materia prima poética, el habla cotidiana, es altamente arriesgado siempre. Es trabajar con lo gastado sabiendo que está gastado. En ese sentido Parra está más cerca de Mallarmé que toda esa banda de poetas neo-órficos que se la pasan renaciendo. En cuanto al desplazamiento de la conciencia del lenguaje al cuestionamiento del quehacer poético hasta romper fronteras, pues, esa es una manifestación de la conciencia del lenguaje”.
Por mi lado, me gusta pensar en él así, antipoéticamente: digamos que vemos un cable en el que se posan pájaros. Parecerá un paisaje inicuo y ordinario; pero si dichos pájaros fueron descritos por Parra, el cable estará electrificado. Supongamos ahora que son varios los alambres, con muchas aves descansando en ellos, como una estrofa de poema cuyos versos son alambre en partitura y las notas serán pájaros, tendrán el trino dentro, contra un fondo celestial: se podría esperar que fueran alambres dulces. Pero si el responsable del alambrado ha sido Nicanor, los alambres serán de púas, y la música deliberadamente disonante. Así se expresa la acidez de su puesta en cuestión de todo: de los dominios del Poder, de la miseria humana y material, del control de los discursos.
Y digo más: su crítica también apunta al lenguaje establecido. Escribir contra el modelo es una forma de violencia antipoética, anti stablishment. Si un decir se vuelve acomodaticio, doxa, instantáneamente es rancio. Cuando el poema es lo reconocido, lo legible, lo aceptado, solo hacer antipoemas es posible. Considero que su actualidad se percibe también en la confirmación de que la poesía hoy parece haber desembocado en post-poesía, que solo pueda alterarse su caudal desde fuera del poema. Aquel profesor de Matemáticas y Física que Parra fue lo supo siempre, lo asumió como un oficio.
“Poesía gorda” llamaba él, agudamente, a lo que con igual ferocidad tildaba Huidobro de “poesía poética de poético poeta” en Altazor. La tensión “no literaria” impuesta por la antipoesía ramificó ampliamente en los modos de escritura, tanto en Hispanoamérica como en España. Importantes voces como Ernesto Cardenal no se explican sin aquélla. En palabras de su creador, el antipoema “no es otra cosa que el poema tradicional enriquecido con la savia surrealista (…) que aún debe ser resuelto desde el punto de vista psicológico y social del país al que pertenecemos para que pueda ser considerado como un verdadero ideal poético”.
Según José M. Ibáñez-Langlois (prólogo a Antipoemas, Seix Barral, Barcelona, 1981) y otros, a Parra se le asocia con Walt Whitman, esa voz apoética, prosaica. Se le asimila a Pound, ya que en ambos todo es “decible”. Se le asimila a Eliot, por “desenvoltura crítica”. Se le asimila a Michaux, se le asimila a Kafka… Lo cierto es que termina siendo algo distinto de cada una de esas referencias. 40 años tenía al publicar Poemas y Antipoemas. Idolatrado a partir de ahí, y rechazado a partir de ahí. Y entonces reaccionó contra el pequeño dios, la vaca sagrada y el toro furioso, vale decir contra Huidobro, Neruda y De Rokha. Y remató escribiendo, contra todos: Durante medio siglo / La poesía fue / El paraíso del tonto solemne. / Hasta que vine yo…
No había por qué escandalizarse de sus acometidas, gracias a su temprana “Advertencia al lector”: El autor no responde de las molestias que puedan ocasionar sus escritos: / Aunque le pese, / El lector tendrá que darse siempre por satisfecho. E insiste: Según los doctores de la ley este libro no debiera publicarse (…) Mi poesía puede perfectamente no conducir a ninguna parte (…)
Para después reírse a gusto de nosotros:
Cuidado, yo no desprestigio nada
O, mejor dicho, yo exalto mi punto de vista,
Me vanaglorio de mis limitaciones
Pongo por las nubes mis creaciones.
Nos queda claro que el antifaz no contradice al rostro, las antiparras te permiten ver, y el antipoeta es todavía más poeta.