Esta mañana sonó el teléfono. No suelo coger números que no guardo en mi agenda, pero hoy lo hice por una de esas casualidades de la vida.
– Hola soy Fernando.
– Hola genial, dije yo. Disculpa, lo siento, pero no tengo ni idea de quién eres.
A decir verdad elijo ser siempre franca con la gente antes que inducir a error y andarme con rodeos ofreciendo una imagen tibia y poco clara. No se si doy a veces la impresión de ser persona huraña, pero la realidad es bien distinta. Tiendo a ser amable y dispuesta al diálogo, pero quien invade mi terreno sin invitación previa no suele ser bienvenido. Mi memoria no es de la mejor calidad y alguna gente apenas se registra en ella pensé con rapidez mientras trataba de escucharle.
– Bueno…si, normal. Hace ya mucho tiempo que no hablamos, dijo él titubeante e inseguro pese a que mi voz destilaba -no sin esfuerzo- una cierta cordialidad. Tampoco demasiada. Realmente no tenía ni idea de con quién estaba hablando.
– Pues si, debe hacer mucho por qué no me suenas de nada, seguí sin concederle la menor tregua a esa voz desconocida.
– Claro… Si, si claro… ¡Es que fue hace ya tanto! Y mira que hablamos mucho por teléfono durante un tiempo… Y muy bien, yo me encontraba muy a gusto contigo…pero si, si, de eso hace ya mucho tiempo.
Para no engañar a nadie he de decir que estaba empezando a disfrutar una miajita del mal rato que el tal Fernando estaba pasando. El tipo era muy consciente de que yo no estaba colaborando ni dispuesta a ponérselo fácil y era más que evidente que yo sabía que él se estaba sintiendo bastante gilipollas. Lo juro no había maldad ni mala fe por mi parte. Si acaso estaba desagradablemente sorprendida por una llamada que a todas luces carecía de sentido.
Nuestro diálogo, de pésima calidad literaria, parecía escrito por uno de esos guionistas tristes y sin la menor gracia en una jornada de trabajo poco inspirada; la escena, floja y falta de ritmo, procedente de una película cutre y de relleno que la gente consume adormecida un sábado por la tarde.
– Cuando nos conocimos yo estaba en Estocolmo, soltó de golpe en un intento desesperado por retomar las riendas de una situación incómoda y provocar en mí una catarata inagotable de recuerdos.Y doy fe de que lo logró. Lo de la catarata y los recuerdos no funcionó, pero al fin geolocalicè el escenario y centré de una vez al individuo.
– ¡Ah, ese Fernando! exclamé desganada, como si entre los mil quinientos cincuenta y siete "fernandos" que yo pudiera acumular en mi memoria, él hubiera aparecido en ese instante y no precisamente para iluminarme el día.
-Si ese, el del cine, dijo escueto.
– Guay. ¿Y qué es de tu vida?. ¿Ya no haces pelis? pregunté en un intento por cruzar un par de frases educadas y con sentido. Al fin y al cabo es cierto que durante unas pocas semanas habíamos charlado varios días seguidos, así que bien podía hacer un intento por mantener una conversación en nombre de las buenas formas.
Me contó esto y lo otro y yo, sinceramente, le presté escasa atención. Mi mirada se había enredado desde hacía un rato en la figura de mi gato que en ese preciso instante me hizo unas cuantas cucamonas. Me perdí por completo su discurso. Apenas captaba una palabra suelta aquí y allí mientras con la mano acariciaba el lomo blanco de Leónidas, a todas luces mucho más interesante que aquel señor que había llegado en mala hora para incordiar mi hermosa mañana. No hacía ninguna actividad especial la verdad, pero decididamente el tío aquel había aparecido para molestar la reconfortante pereza en la que me había instalado desde que me había levantado.
Por un segundo procuré centrarme en el propósito de mostrar algo de interés hacia su persona. Traté de buscar en el pasado algo que justificara el esfuerzo de hablar con alguien a quien no había convocado, del que no tenía la más remota idea de quién era ni conocía nada acerca de su vida. Por lo demás y para colmo, lo cierto es que no sentía el menor deseo de ponerme al corriente de cualquier vicisitud que pudiera haberle acontecido en los muchos años transcurridos desde nuestra última conversación. Me importaba francamente un carajo si debo ser sincera. Con tan pobres expectativas, tan pocas ganas por mi parte y mientras escuchaba frases llenas de creatividad del tipo, estaba revisando mi agenda y te encontré, me he acordado de repente de todo lo que me gustaba hablar contigo o no sé por qué perdimos el contacto, me sobrevino un gran bostezo, imitado de inmediato por Leo mientras estiraba una de sus patas para aferrarse a mi brazo derecho. Mientras tanto mi cabeza, siempre dispuesta a bifurcar caminos, pensaba debes deshacerte de inmediato de este idiota. La alarma se encendió en el preciso momento en el que lleno de entusiasmo me prometió venir a visitarme cualquier fin de semana para sorprenderme. Ahí ya no pude más. Le dije sin recato que tenía una mañana muy ocupada y que no podía seguir charlando. Que tal vez cualquier otro día podríamos ponernos al corriente de nuestras vidas y blablabla. El muy necio se despidió entusiasmado con un besito. Yo colgué y sin más protocolo bloqueé su número y lo envíe a la carpeta de spam.
Lo cierto es que suelo ser más directa. Suelo ser también más amable, más paciente y comprensiva, pero no tolero de ningún modo a los idiotas. Me resulta del todo insufrible esa gente que guarda tu número en su agenda cuando no hay nada que guardar. No gestiono bien la inconsistencia humana ni el descaro en las formas. No soporto la grosería, la vacuidad actual que nos invade de todas las formas posibles ni a esa clase de perdonavidas de cualquier sexo y condición que esperan que construyas con su nombre un altar en tu recuerdo. Esa gente, este tipo de gente tan abundante en nuestro entorno, no merece ni siquiera el esfuerzo que supone ofrecer una verdad. Dios que aburridos pueden llegar a ser este tipo de personajes que aparecen en nuestras vidas sin pedir permiso y siempre en nombre de su propio beneficio. Pero una aprende y yo decidí hace tiempo que esta clase de individuos, inoportunos y cargantes, no merecen ni un segundo de mi tiempo. Me ciñó así a mi guión y a los arrogantes y cretinos de este mundo no les concedo el menor privilegio. A cualquiera de ellos, lo tengo claro, ni agüita.