El jueves 28 de julio, con la doble celebración de la Fiesta del Patrón Santiago y el Día de los Padres, no solo Néstor Torres regresó para una segunda actuación después de veinte años al anfiteatro de la Pontificia Universidad Católica Madre y Maestra. Con el flamante flautista puertorriqueño, ganador del Premio Grammy Latino al Mejor Álbum Instrumental Pop por su trabajo This Side of Paradise, un nutrido grupo de diletantes nos reencontramos con la nostalgia. Con el pelo cano, y algunos de la mano de sus hijos (me acompañaba mi primogénito, Demian), volvimos a tiempos mejores, cuando este espacio era el corazón de un atrevido programa de actividades que convirtió a nuestra Alma Mater en el centro cultural del Cibao. En ese entonces, Pedro Pichardo "Pedritín" era decano de estudiantes, Marisol Almonte dirigía el departamento de Arte y Myrna Guerrero el teatro universitario. En ese ambiente asistimos a festivales donde conocimos a Franklin Domínguez, Rafael Villalona, Iván García y Lincoln López, así como a los grupos Gratey y Gallumba. También disfrutamos de galas de ballet clásico, conciertos sinfónicos, tertulias y recitales en los cuales eran frecuentes Carlos Dobal, Danilo de los Santos, Dinápoles Sotobello, Apolinar Núñez, Carlos Fernández Rocha, Bruno Rosario Candelier y Carmen Pérez Valerio. En mi caso, era inevitable recordar aquella noche en que Julio Baré y Ochi Curiel, Rafelito Mirabal, Rafael Guadalamar, Fellé Vega y Eustiquio Céspedes, me acompañaron, en 1984, en mi opera prima como compositor.

Dentro de la agitación artística que proponía la entonces UCMM (el título pontificio vendría después), el anfiteatro, ese espacio que nos retrotrae con su belleza rupestre a Grecia y Roma, era el corazón de importantes convites populares. Además de las actividades para los estudiantes, se ofrecían espectáculos abiertos. Por este escenario pasaron artistas de la talla de Danny Rivera, Pablo Milanés, Sonia Silvestre, Víctor Víctor, José José, Alberto Cortés, Marco Antonio Muñíz, Yolandita Monje, y grupos paradigmáticos como 440, La familia André y los infaltables rockeros de la Nueva Ola. Entre los conciertos que allí se realizaron, recuerdo el ofrecido por el legendario Chuck Mangione, que un grupo de bohemios escuchamos subidos en el segundo nivel del edificio de arquitectura, hoy Padre Arroyo, porque no teníamos dinero para la taquilla. Por supuesto, era imperdonable no disfrutar en vivo de la épica melodía de Los hijos de Sánchez.

Las diferentes partes del concierto fueron motivadas por las entusiastas palabras de Astrid Gómez que, en su calidad de actual directora del Departamento de Cultura y Artes, ejerció de maestra de ceremonias. La descarga musical comenzó con el aguerrido toque jazzístico de Sistema Temperado al interpretar el paradigmático El cadete un tígüere, de la autoría de Rafelito Mirabal (padre de Iván, el guitarrista). En este tema, el genial saxofonista Carlito Estrada, los percusionistas Cukín Curiel (padre de Miranda), el baterista Hisdra Álvarez, lograron contagiarnos, a fuerza de puro ritmo, una incontenible alegría.

El túnel nostálgico se abrió de par en par con trinos, ligaduras y mordente impresionantes que, gracias a la magia de micrófonos inalámbricos, emergieron del fondo, junto a la espigada figura del flautista boricua, de fisionomía cercana a la de don Quijote y, obvio, al cazador de los cuentos de los Hermanos Grimm, Der Rattenfänger von Hameln. Su pieza Café cubano fue irresistible, deliciosa, absolutamente cautivante. Corcheas y fusas armonizadas suavemente que al repetirse estallaban en experimentaciones rítmicas. En cadencia un bajo trepidante y percusiones de tradiciones mezcladas: tambores, cinceles, claves, redoblantes, congas, tamboras, batería, güiros y madejas de maderas de efectos de cascadas. El exquisito gorjeo metálico, convocante y seductor, alcanzó el éxtasis precisamente cuando se detuvo para luego solazarnos con una evocación del danzón y el bolero.

Después de un arduo ejercicio de libertad expresiva, limpieza y agilidad en la pieza Passion fruit, Néstor Torres, al confesar sus aspiraciones de locutor, hizo gala de un fino sentido del humor en frases coloquiales atinentes a su experiencia con el público y los músicos dominicanos. De igual manera, con paternal cuidado, invitó a la niña prodigio Niccole Meza para que, desde su atrevida inocencia, nos deleitara tocando la trompeta. Aunque nacida en Venezuela, en su ejecución de este instrumento de viento mostró dotes interpretativas aclimatadas a nuestro entorno, tanto en las notas formales de las melodías Night in Tunisia y Moliendo café, como en las improvisaciones que ejecutó con pasión y acierto. El virtuoso puertorriqueño tuvo la amabilidad de obsequiarle un manual con técnicas avanzadas, con el que espera que la simpática intérprete pueda desarrollarse profesionalmente. Asimismo, Alaima González, diestra y hermosa flautista de Santo Domingo, contribuyó con gracia y delicadeza, interpretando a sola, y ocasionalmente a dúo, las emblemáticas piezas Alfonsina y el mar y Caribbean romance.

Para el cierre, Néstor Torres, Rafelito Mirabal y todos sus invitados se unieron en la ejecución de los temas Memphis Underground y Tambora. Una pareja de bailarines folclóricos aportó un toque de frescura con coreografías propias de la mangulina y el merengue. Destacable fueron los jaleos rítmicos tocados por Mirabal en los teclados, haciéndonos escuchar, sobre la tambora y la güira, imposibles acordeones.

Celebro esta feliz iniciativa la de recuperar para la cultura este espacio entrañable. ¡Ojalá se repita!