Concluida la segunda guerra mundial, la ONU promovió estrategias de desarrollo en países periféricos. La Comisión Económica para América Latina (CEPAL-ONU) orientó políticas de industrialización, incremento de las exportaciones, protección de los mercados nacionales e integración económica. Entre 1950 y 1980, esta región experimento una “época dorada”, con crecimientos históricos del PIB y disminución de la pobreza. Las políticas proteccionistas y el flujo de financiamiento externo, junto a las conquistas democráticas y políticas sociales universales incluyentes en salud y educación, sustentaron este crecimiento.
Sin embargo, la elevada deuda externa acumulada, la poca competitividad internacional de empresas sobre protegidas, el desarrollo de oligopolios y monopolios y la elevada deuda externa conllevaron a una recesión económica en los años 80. Se deterioraron las exportaciones y sus precios. La apreciación del dólar elevó la deuda externa a niveles impagables. En 1982, en pocas semanas, la mayoría de los países entraron en crisis de pago e iniciaron severas medidas de ajuste económico. Se deterioraron las monedas y subió la inflación. Los años 80 fueron “la década perdida”.
Simultáneamente, ocurrió la crisis del “campo socialista”, evidenciada con la “caída del muro de Berlín” en 1989, la disolución de la Unión Soviética en 1991 y terminó la “guerra fría”.
En ese contexto, en 1989, el economista inglés John Williamson, presentó al Fondo Monetario Internacional (FMI), al Banco Mundial y al Tesoro de los Estados Unidos, con el nombre “Latin American Adjusment: How Much Has Happened?” sus propuestas para superar la crisis y acuñó el término “Consenso de Washington” para las políticas de liberalización económica acordadas. Esa expresión paso a ser sinónimo de “neoliberalismo”.
Las propuestas consensuadas fueron: disciplina fiscal, reordenamiento de las prioridades del gasto público, reforma tributaria basada en aumentos de los impuestos, liberalización de las tasas de interés, liberalización del comercio, liberalización de la inversión extranjera directa, privatización y desregulación.
Estas “recomendaciones” operaron desde entonces como condicionantes para recibir nuevos préstamos internacionales. Los gobiernos y líderes, presionados por la crisis de la deuda y crecientes demandas de la sociedad, asumieron con entusiasmo el programa planteado. Los gobiernos democráticos, con tanto esfuerzo conquistados, quedaron en buena medida identificados en yunta con este programa de reformas “neoliberales” y sus promesas.
Las prioridades en políticas sociales fueron limitadas a programas transitorios de “transferencias condicionadas” para los sectores más excluidos. Los programas de carácter universal, basados en derechos, marchitaron por falta de recursos. Se prometió que el crecimiento económico crearía empleos suficientes y “derramaría” bienestar. Había que “apostar todo al crecimiento de la economía y al pago de la deuda externa”. No ocurrió el crecimiento esperado, menos aún los empleos de calidad prometidos, se debilitaron las instituciones, las desigualdades sociales crecieron y el fervor popular democrático se ha debilitado.
En el campo de salud, estas “recomendaciones” prontamente se tradujeron en reformas, apuntaladas con recursos internacionales, que tomaron como modelo la temprana reforma colombiana, basada en el “subsidio a la demanda”, la “competencia regulada” y la “gestión de riesgos” a cargo de Administradoras de Riesgos de Salud ARS (en Colombia E.P.S.). Se introdujo un catálogo cerrado de beneficios (Plan Básico de Salud), ajustado según la disponibilidad de recursos, que no siempre guarda relación con las cambiantes necesidades y problemas prioritarios de salud. Se reforzó las atenciones restaurativas frente a las de promoción y prevención de la salud y la concentración de la demanda en servicios de mayor complejidad y enfoque individual. Los sistemas de servicios de salud se deformaron, pasando a predominar la oferta privada, dejando de lado la “Estrategia de Atención Primaria de la Salud”. Los “copagos” se hicieron regla y progresivamente los Planes Básicos de coberturas garantizadas perdieron valor, forzando la compra de costosos Planes Complementarios. Las barreras de acceso, según capacidad de pago, se convirtieron en la norma.
Los sistemas de pensiones, hasta entonces basados en la solidaridad intergeneracional y predominantemente públicos, siguiendo la experiencia de Chile bajo Pinochet, fueron transformados en sistemas de “capitalización individual” y cada persona se auto pensiona según su aporte. Con bajos salarios, inestabilidad laboral, precarización del trabajo y creciente informalidad, se desvanece la esperanza de pensiones dignas prometidas.
Indudablemente, ha habido avances en cuanto a afiliación, desarrollo de los servicios médicos (sobre todo privados) y otros; pero, vistos los resultados, no resulta extraño que las poblaciones y electores latinoamericanos manifiesten descontento y frustración con este programa de reformas “neoliberales” aplicado por 30 años y demanden cambios radicales en las políticas sociales y en particular de salud y de seguridad social.
Es posible que salvar la democracia en muchos países requiera hoy desligar su asociación con el programa “neoliberal” y atreverse a construir los consensos que hagan posible recuperar los avances logrados y avanzar hacia nuevas modalidades de organización y gestión en salud y seguridad social desde una perspectiva de derechos efectivos.