—Es un cliché — me dijo una muchacha con arito en la nariz al verme hojeando Muerte en Venecia de Thomas Mann en la fila del avión que se dirigía al Aeropuerto Internacional Marco Polo de Venecia. Apenas le hice caso y seguí leyendo mientras las respectivas colas para abordar se iban alargando. Da la casualidad de que iba por la parte en que el protagonista de la novela decide dirigirse a Venecia. Pero Gustav Von Aschenbach abordaba un barco en primera clase y yo estaba a punto de subirme a un avión en clase económica.
Durante el vuelo traté de seguir leyendo, pero poco después del despegue caí dormido. Estaba exhausto tras el vuelo de Santo Domingo a Madrid donde no había pegado ojo. El insomnio no se debía al vuelo ni nada por el estilo, más bien tenía que ver con la razón de mi viaje a Venecia. Me habían invitado a la Bienal de Arte de Venecia a realizar una de las performances que se llevarían a cabo durante la inauguración de la exposición A storm is blowing from paradise, del artista colombiano Oscar Murillo. Lo que me tuvo ansioso en ese primer vuelo fue mi desconocimiento del mundo de la Biennale y el pensamiento recurrente de si estaría a la altura de la invitación, que en mayor o menor medida me ocurre en cada viaje que hago como poeta. A pesar de todo esto, en el avión rumbo a Venecia, me desquité y dormí hasta que la señora española del asiento del lado tocó mi hombro y me anunció que habíamos llegado.
Ya que solo iba a estar cuatro noches en la ciudad llevé una mochila con mi laptop y una maleta de mano que cuando me llegó el turno en la fila de salida bajé del compartimiento superior. Avancé por el pasillo, aún medio dormido, pensando en las indicaciones que me dieron para llegar al área donde están los vaporettos que conducen a Venecia. Puesto que no tenía que recoger equipaje en la cinta avancé y noté a dos oficiales de migración apostados en la salida.
Supe de inmediato que me detendrían. Me ha ocurrido tantas veces que he llegado a pensar que en los cursos de entrenamiento que les dan a estos oficiales de migración les proyectan un retrato mío para que sepan el tipo de personas que deben detener.
—Passaporto — me dijo el de bigotitos que me echó una mirada de arriba abajo llena de desdén. Pasó las páginas del pasaporte sin despegarme la mirada. Cuando se cansó se lo dio al del lado que lo fue revisando sonriente.
Desempeñaban los papeles del policía bueno y del policía malo. De buenas a primeras, me bombardearon con preguntas en italiano y traté de responderles en lo que pienso que es italiano, pero que mi mujer y algunos amigos dicen que es porteño argentino. Puesto que no lográbamos entendernos se pusieron agresivos y prácticamente me empujaron hasta un cuartito donde había tres mesas grises plegables. Cerraron la puerta y me ordenaron que colocara mi mochila y mi maleta en una de las mesas. Luego me preguntaron por quinta vez a qué venía a Italia.
—A la Biennale – les repetí, esforzándome en la pronunciación, como si fuese Brad Pitt en esa famosa escena de Inglourious Basterds.
Saqué de mi mochila los documentos que siempre imprimo para estas situaciones: el boleto de avión, la reserva del hotel y la invitación a la Biennale. Me preguntaron si tenía algo más que justificase mi estadía en Italia. Aquí me molesté y los miré fijamente a los ojos y les pregunté qué estaba pasando.
—Calma —dijo el policía bueno, pero el policía malo con su desdén característico hizo la pigna con una mano y luego comentó que estaba en otro país y que tenía que acatar sus reglas.
Pero yo las había cumplido todas: tenía visa; me había sellado el pasaporte el oficial de migración; mi maleta, mi mochila y yo habíamos pasado por los distintos controles sin problemas; y hasta los perros me habían olfateado y no les había olido raro.
La puerta se abrió y entró un gordo con una cámara enorme. Se colocó detrás nuestro, a una distancia desde donde podía captarlo todo. Ni necesité preguntar. Me grababa para Alerta Aeropuerto, la serie televisiva de National Geographic, que muestra a los agentes policiales atrapando a los viajeros que portan documentos falsos y que contrabandean drogas. Al instante caí en el porqué de la teatralidad y las pésimas actuaciones de los policías.
Pero bueno, mientras el policía bueno revisaba mi pasaporte el policía malo procedió a abrir la maleta, sacó el contenido y luego le fue quitando el forro del interior de manera tan brusca que lo rompió. Se afanó en su tarea, puesto que su búsqueda estaba siendo grabada y eso significaba que su proeza la seguirían millones de televidentes y que lo reconocerían como el héroe que impide que los viajeros e inmigrantes tercermundistas entren en Europa, pero como no dio con nada, se enfureció y me fulminó con la mirada. Sacó de mi mochila la laptop, los cargadores y mi ejemplar de Muerte en Venecia. Después me pidió que pusiera todo el contenido de mis bolsillos en la mesa. Revisó mi billetera, sacó mi tarjeta de crédito y la olió. Temí que su próxima petición fuese que me desnudara ante la cámara del programa xenófobo.
Ya que no dieron con nada para incriminarme, el policía bueno me entregó mi pasaporte y el policía malo salió dando un portazo y dejando mis cosas regadas en la mesa como si fuesen estopas de un muñeco que un perro hubiese destrozado.
Mientras recogía todo le fui diciendo al español de Alerta Aeropuerto que no tenía mi permiso para sacarme en su programa de mierda y él insistió en que no había razón para preocuparme, ya que, si usaban el video, mi cara saldría censurada y alterarían mi voz. Cambió de tema y me contó que buscó mi Instagram y se dio cuenta de que era poeta y que teníamos una amiga en común.
—Yo también soy poeta —me dijo.
Si Dante Alighieri hubiera concebido un círculo del infierno para los poetas mediocres el castigo fuese ser camarógrafo de Alerta Aeropuerto en el cuartito del Marco Polo de Venecia y grabar mientras los policías vejan a los migrantes latinoamericanos y africanos.
Salí del cuartito con mis cosas. Los dos policías estaban apostados ante la salida, con los brazos cruzados, aguardando por su próxima víctima. Ya el asunto no era conmigo. Así que me puse en movimiento, la puerta de salida se activó ante mi presencia e Italia me olió a podrido. Mientras me relajaba se acercó la que dijo que era un cliché llevar la novela de Thomas Mann a Venecia.
—Vi cuando te detuvieron —dijo con un acento peculiar y yo me sorprendí porque por su fisonomía pensé que era dominicana. —Estaba vigilando para que no te pasara nada durante el chequeo.
Le di las gracias y ella señaló que tenía puestos unos audífonos, dijo chao con la mano, se dio la vuelta y echó a caminar con unos zapatones a toda prisa por el pasillo del aeropuerto. En vez de seguirla me quedé ahí paralizado, pensando en las cosas que debía haber dicho, en lo pasivo que fui y sopesando la vejación que, pese a que me ha sucedido en varias ocasiones, siempre que ocurre causa la tristeza de la primera vez. Me conecté al internet del aeropuerto y logré mandar unos audios por WhatsApp antes de que el celular se descargara.
Eché a andar por los alrededores hasta que di con el área donde están los vaporettos que conducen a Venecia. Hice la fila junto a un grupo de turistas gringos. Media hora después llegamos a Venecia y yo seguía rumiando lo ocurrido. Así que no disfruté la hermosa vista que se me presentaba ante los ojos, y si llegué a derramar lágrimas no fueron de emoción ante la belleza del paisaje, sino más bien de frustración e impotencia.