La conducta, actitudes, creencias, aspiraciones y metas de largo plazo del vencedor nunca han sido objeto de redefinición sino de afirmación. Y no por la certeza del refrán que dice: “Todos los yelmos del mundo o tienen plumas o crines de caballo”, sino porque los vencedores, en sentido general, asumen la posesión de todas las realidades incluyendo la realidad radical, aunque dándole a ésta última un matiz acorde con su visión personal de la historia. En todas las civilizaciones  de la tierra, solo el vencedor ha contado su historia, y  hoy como ayer, mientras cuenta su historia no tiene obligación de contarnos sus yerros.

El vencido siempre ha sido vituperado y anulado y, aunque cuente sus pifias, no gana nada con ello porque solo al vencedor la historiografía lo describe como al caballo percherón.

El nervio de la historia, –dice el filósofo español Julián Marías en su obra Razón de la filosofía (1993), —es mostrar lo que se lleva dentro y detallar los aspectos del contenido. Si eso es así, a un ciudadano común como yo, le cuesta mucho comprender cómo un intelectual del nivel de Cándido Gerón, que no es un chivito, publique las confesiones que les hiciera el extinto estadista Joaquín Balaguer sobre hechos y decisiones ocurridos en sus varios periodos de gobierno, sin que Gerón muestre una pizca de perplejidad, pero sobre todo de duda sobre la veracidad de las informaciones recibidas dado el dramatismo que acompañaron aquellos hechos y las vidas que perjudicaron.

Al dar a conocer las confesiones recibidas, parece que el poeta Gerón no intuyó que aquel líder político, abatanado intelectual y estadista corajudo, no hablaba como un líder de una nación que le recreaba a un amigo confidente sus cuitas, satisfacciones, sinsabores, deseos, logros, fracasos, pasiones, opiniones literarias y conjeturas filosóficas, sino que hablaba como lo hace un vencedor. Y si hay una cosa de la que se cuidan hasta el último día de su existencia los vencedores, es la de no darle un sentido falso a sus vidas. Todos pretenden que si alguien, un grupo social o la sociedad entera le hace un juicio moral, que ese juicio sea automáticamente ‘familiar’ con la finalidad de no asumir culpas sino desplazándolas en el lenguaje freudiano.

Claro, todos reconocemos que los vencedores tienen motivaciones, es decir, procesos que los impulsan y orientan hacia la elección de una conducta determinada, generalmente de intensidad asombrosa, que unida a las circunstancias del entorno los vuelven capaces de reformular su voluntad, decisiones, su discurso y hasta sus vidas, si con ello garantizan el éxito. ¿Pero, por qué? Simplemente porque de acuerdo con los hallazgos de la psicología cognoscitiva, el individuo vencedor vive una lógica muy difícil de comprender para el resto de la población de la cual forma parte o de la sociedad que llegue a gobernar. Esa lógica de vida la reducen a trabajar arduamente en la tarea de sostener y aumentar su influencia o liderazgo, indefinidamente, si son políticos y estadistas para evadir el olvido social o en lograr y mantener indefinidamente su posición como intelectual de aura, si se dedicasen al trabajo de escritor, de erudición o a cultivar una ciencia.

Aquí reside la razón de por qué millones de dominicanos nunca pudieron asimilar las motivaciones del doctor Balaguer para ser líder político, estadista, escritor que podía vivir muy bien de la publicación de sus libros, árbitro de lo que escribieron otros intelectuales, sacar unos minutos para reírse de la inmensurable capacidad de chisme y de infamia de las dos terceras partes de los dominicanos, al tiempo que se conformaba con dormir en una cama común dispuesta en una pequeña habitación con escasos muebles y salpicada de libros, donde recibía a todo el mundo y una dieta frugal además  de algunos medicamentos.

Ahora bien, ¿a qué atribuir esa lógica de vida del estadista y escritor Balaguer? A las motivaciones de poder y de sometimiento de grupos para que dependieran de él y de su ingenio o de su indómita sagacidad. ¿Y para qué? Para aminorar la inquietud, para reducir la ansiedad que desencadena la incertidumbre surgida como consecuencia de gobernar una sociedad donde las lealtades corren de un subastador a otro. De ahí que Balaguer gobernara agarrándose y balanceándose con dos lianas: de la primera conocía su afincamiento desde el 1953 cuando llegó al Gobierno como secretario de Educación llamado por Trujillo, y  la segunda, proporcionada por la fama que había ganado la “democracia” a partir de la Guerra Fría, “democracia” que el presidente George W. Bush en 1991, al referirse a las críticas por los bombardeos en la guerra contra Iraq, la redefinió extensamente con estas palabras: “Lo que decimos se hace”.

Naturalmente, la dimensión del aparato cognitivo y la erudición política e intelectual de Balaguer eran diez veces superior a la de George Bush, por tanto él nunca diría a un periodista “lo que yo digo se hace” como lo dijo Bush. Sin embargo, aquí todo ciudadano que sobrepase los 50 años sabe que la Policía, Fuerzas Armadas y altos funcionarios del gobierno no tomaban decisiones sin la anuencia de Balaguer.

El Talmud –libro sagrado del judaísmo–,  aconseja no reflexionar sobre lo que está arriba, lo que está abajo, lo que está antes ni sobre lo que está después. Pero como el estadista y culto literato Joaquín Balaguer no era judío, parece que nunca leyó este versículo del Talmud y por tanto se tomó la licencia de reflexionar frente al poeta Gerón y frente a una joven dama que se autodefine como hija del estadista escritor, acerca de algunas cosas que están abajo y arriba de  los gobiernos que aquel presidió.

A lo dicho por la joven dama al diario digital acento.com el día 16 de septiembre de que el extinto presidente Balaguer pidió a los jefes militares que dirigían las tropas que combatieron la guerrilla encabezada por el Coronel Caamaño en Playa Caracoles, que le perdonaran la vida al líder militar de la revolución de abril del 1965,  pocos cuestionarían su declaración ya que esta se definió como su descendiente directa,  y además porque no es conocida en la sociedad dominicana como  perteneciente a la élite intelectual como sí lo es el poeta y novelista Cándido Gerón. Al mismo tiempo poquísimos lectores refrendaron aquella declaración, pues es excepcional el dominicano que cree en que Caamaño fue muerto porque los generales desobedecieron una orden de Balaguer. Quien busca la completitud o reafirmación de vencedor ni renuncia ni suprime la acción que acentuará su significatividad de un modo total y definitivo.

¿Qué no previó el escritor Gerón al hacer pública la porción de la autobiografía que el estadista y escritor Balaguer le confió al oído pero que  calló en Memoria de un cortesano de la Era de Trujillo? Que quienes se sienten vencedores, y Joaquín Balaguer fue un vencedor lato además de un competidor inagotable, cuya autoimagen fue de una altísima puntuación, pensaba y actuaba impulsado por la necesidad de vencer siempre, de ahí que  temiera a la angustia acarreada por la incertidumbre de ser vencido.

Aunque algunos intelectuales criollos se aventuran a la afirmación que Balaguer era un aguerrido simulador, lo cierto es que en los rasgos psicológicos de su personalidad de vencedor no cabe la simulación. Como vencedor tuvo tres rasgos muy visibles: era excesivamente suspicaz, controlador y tendía a lograr sus metas por sus propios medios fuere con escaso o estruendoso ruido y a desplazar la culpa de sus  decisiones arbitrarias o fracasos a los “incontrolables” o a las ambiciones o a decisiones individuales de allegados.

La personalidad de vencedor de Balaguer fue muy distinta a la de Fidel Castro, por ejemplo. Balaguer nunca fue teatral ni tendía a invadir del espacio personal de los demás como sí lo fue el líder cubano. Ambos fueron desconfiados, controladores y cada uno, a su estilo, ponían todas sus dotes cognitivas y de acción al logro de sus objetivos para vencer. Uno y otro puso a un lado el compromiso matrimonial porque controlar a una mujer es más difícil que controlar a un gran partido político o a un Estado. Pues la mujer, lo mismo que el poema, son muy resbaladizos al control. No es que fuera un hombre tímido, como dicen muchos, sino que parecía serlo dado el control que se impuso a sí mismo. Por eso escribió un millón de veces más que lo que habló, pues mientras que la escritura es sumisa y controlable, la oralidad es errabunda y rebelde.

Es entonces cuando el vencedor, al convencerse de que vive en una sociedad que le irrita porque muy pocos portan el sombrero de la sinceridad, la lealtad y la confiabilidad, pues de alguna manera cree necesario contarle a un cercano sus “olvidos” de aquellos hechos repugnantes de los que no se hace responsable aun a sabiendas de que sí fue responsable.

Así, fondea sin decirlo en aquella reflexión del filósofo, sociólogo y psicólogo alemán, Teodoro Adorno (1903—1969), puesta en su obra Dialéctica negativa (1966), de que los dos héroes de las sociedades modernas son Ulises y el Marqués de Sade. Pero sobre todo Ulises, porque nos enseña que no podemos confrontar los cíclopes con que nos topamos hoy y también nos enseña a taparnos los oídos frente al canto de las utópicas sirenas.

De ahí, que el extinto estadista y pionero historiador de nuestras creaciones literarias, no cuenta personalmente una porción de su historia como vencedor, privilegio que nuestra cultura occidental le otorga, sino que lo hace usando la pluma de un amigo que también es un respetable intelectual. Sin embargo, aun siendo un vencedor, este bypass con el poeta amigo no lo redime de culpas sobre los hechos confesados a Gerón.