En el año que acaba de terminar, se exhibió en nuestro país la película El mal no existe (2023), de Ryusuke Hamaguchi, un film sobre la confrontación entre los habitantes de un pequeño pueblo cercano a Tokyo, la capital de Japón, y una corporación constructora de campin de lujo que amenaza con trastocar el ecosistema del lugar.

La película, recuperable en las plataformas digitales, constituye a primera vista una trama social ecologista, pero este film no es una historia convencional ni de forma ni de contenido. Como señala Raül de Tena en una excelente reseña, diversos encuadres de esta película están naturalizados, se construyen para hacernos experimentar la perspectiva de la naturaleza, no para mostrarnos la mirada humana. (https://www.fantasticmag.es/el-mal-no-existe-claves/).

Y la mirada humana está cargada de valores. Estos no existen fuera de la sociedad humana; la naturaleza es amoral. La moral es una construción de los seres humanos. Por ello, en la naturaleza “el mal no existe”, como tampoco el bien. En ella existe el equilibrio, cuyo trastocamiento genera unas consecuencias irrevocables.

Esta idea forma parte de una vieja sabiduría que, como nos ha mostrado el historiador de las religiones Mircea Eliade, se expresa en diversas mitologías de la humanidad y en los ritos de renovación de las cosechas que parecen haber sido las celebraciones precedentes de la actual fiesta del Año Nuevo.

El desarrollo de las sociedades del rendimiento ilimitado nos han hecho tomar distancia de esas ideas mientras incrementa la dislocación del equilibrio ecológico.

La película de Hamaguchi nos sumerge en una atmósfera de pausa apropiada para estas fechas, pero no debe verse como una experiencia estética distractora del frenético ritmo que caracteriza nuestros días, sino como una propuesta reflexiva sobre nuestra relación con la naturaleza y sus consecuencias.