En la barahúnda de opiniones respecto al álgido tema de la reforma fiscal se advierte poca atención a su posible impacto sobre la inflación. Ni siquiera las mentes más discernidoras abordan el tema. Las mayores referencias son a los principios que deben regirla y a la configuración de sus componentes. Pero esa falta de atención consterna porque aparenta que la moralidad publica podría delinquir, una vez más, contra los más débiles y vulnerables de la sociedad.
Es bien conocido que la inflación es el castigo más despiadado contra los pobres. El Banco Mundial lo ha señalado: “El incremento de los precios puede mermar el valor de los salarios y los ahorros reales, aumentando la pobreza de los hogares. Pero los impactos no afectarán a todos del mismo modo: los hogares de bajos y medianos ingresos tienden a ser más vulnerables a una inflación elevada (i) que los hogares más ricos.” Sin duda, el aumento generalizado de los precios desafía a los formuladores de las políticas públicas para que eviten sus efectos perversos sobre los más pobres.
Ya en marzo el periódico La Información editorializó sobre el posible demonio de que una reforma fiscal que cause inflación: “Cuando se habla de reforma fiscal en el país, la población se atemoriza porque el comportamiento histórico se ha sustentado en el alza de los impuestos y eso se traduce en el incremento de la inflación, por tanto, el poder adquisitivo de los grupos de medianos y bajos ingresos se reduce de manera sustancial, lo que implica el deterioro de las condiciones de vida de la gente.”
Ese editorial, sin embargo, soslayó el peligro para la paz social que incurriría una reforma fiscal que victimice a los más pobres, tanto en su vertiente tributaria como en la del gasto. Recordemos la poblada del 1984 e imaginemos el negativo impacto sobre nuestra imagen de destino turístico que una repetición de esa reacción nefasta podría tener sobre la afluencia de turistas.
Resulta fácil deducir que casi todos los componentes de una reforma tributaria, por ejemplo, podrán repercutir negativamente sobre el nivel de los precios de bienes y servicios. Lo más obvio y contundente sería la eliminación de las exenciones fiscales a las empresas que las reciben. Eso implica para ellas un nuevo gasto impositivo que, de no ser compensado por una subida en el precio de sus productos o servicios, reduciría sus beneficios y, en consecuencia, la rentabilidad de su inversion. Y una gradual aplicación de la eliminación podría inclusive ser peor al inducir a aumentos en cascada.
De igual modo, una embestida draconiana contra la evasión y la elusión fiscales tambien generará una espiral inflacionaria, no importa cuánto se compense con disminución o eliminación de cargas impositivas. (El mejor ejemplo sería el de poner a pagar a los profesionales liberales que hoy día evaden olímpicamente sus obligaciones tributarias.) Por otro lado, aunque una reducción de las tasas del ISR y del ITEBIS podrán generar una mayor recaudación tributaria, la inducción al pago impositivo por parte de empresas que lo evadían tambien tendrá sus repercusiones sobre los precios.
En la vertiente del gasto fiscal una reconfiguración que reduzca lo destinado a subsidios sociales, a la alimentación y a la educación y la salud pública de los más pobres tendría las repercusiones más sombrías. Es dable suponer que si ese gasto se reduce –en cualquiera de sus componentes—constreñiría aún mas las posibilidades de supervivencia y de la movilidad social de los segmentos más empobrecidos de la poblacion. Lo moralmente deseable es que ese gasto se aumente.
Encontrar el equilibrio entre gravámenes y compensaciones respecto a la poblacion más pobre será un desafío mayor. De ahí que valga la pena revisar el planteamiento de la AMCHAMDR respecto a los principios que deben guiar a la reforma fiscal: suficiencia, eficiencia, equidad y sostenibilidad. El principal eje analítico debe enfocarse en el principio de equidad, el cual postula que “todos los habitantes deben contribuir a las arcas del Estado, en la medida que su capacidad lo permita, asegurando que la carga tributaria sea justa y equitativa.”
Guiados por esta definición, la carga tributaria de los pobres debe ser nula porque apenas alcanzan ingresos para su supervivencia. Si acaso se concluye que los pobres deben tambien compartir la carga tributaria, entonces debe tenerse en cuenta lo que el destacado economista Jaime Aristy Escuder señaló recientemente: “Si usted quiere establecer una figura impositiva que afecta a los más pobres, usted tiene que compensarlos de alguna manera.” De ahí que el análisis exhaustivo de la protección social debe permear todas las propuestas de reforma fiscal. Es al gobierno a quien le toca hacer el mayor esfuerzo para proteger a los más pobres, casi un cuarto de la poblacion.
La prensa reporta que una mision del Fondo Monetario Internacional evaluará todas las alternativas para cada componente de la reforma fiscal, tanto en la parte de la tributación como del gasto. El impacto inflacionario, se ha reportado, será una de sus consideraciones principales. Pero que el FMI incline la balanza en favor de los pobres podría resultar huidizo, dado el historial de defensa del “capitalismo salvaje” que lo ha caracterizado a través de las inmisericordes “condicionalidades” de sus préstamos. Aceptar sus recomendaciones podría resultar contraproducente.
Los que aspiramos a una verdadera justicia social debemos de estar atentos. La reforma fiscal puede ser una daga clavada en el corazón de los más débiles. En el caso de los pobres no solo era aquel coronel que no tenía a nadie que le escribiera. Los pobres tampoco han logrado la prometida “opción preferencial” por ellos que ha prometido una famosa iglesia. Tal vez por esa desidia la moralidad publica que ha prevalecido en la formulación de la política pública ha sido casi siempre satánica.