A partir del 2002, la Psicología empezó  a usar el término “maquiavelismo”, y hoy  el término es de uso común en Psicología de la Personalidad y  en Psicología Social para denominar un conjunto de rasgos en ciertos individuos que se aprovechan de la escasa o ninguna formación cultural de la gente común, de la carencia de información y la imposibilidad de discernimiento y deducción propias de las sociedades damnificadas, a los fines de usarla y manipularla de acuerdo a unos objetivos e intereses oscuros de carácter político o económico generalmente malvados.

Los malévolos, aquellos cuyas cédulas los identifican como “vagos” y que  denigran para destruir sin causa el buen nombre de otras personas, disponen hoy de redes sociales  para anegar de lodo la cara de personajes en cuyos hombros se apoyó la sociedad para la solución de crisis que pudieron herirla o hundirla.

La definición de maquiavelismo usada por la Psicología difiere del concepto definitorio del ámbito de la política y del Estado. Y a menudo no es posible diferenciar la personalidad maquiavélica de la personalidad narcisista ni de la psicopática porque los rasgos de los tres tipos de personalidad se entrecruzan.

Desde los tiempos de Alfredo Adler (1870-1937), creador de la Psicología individual,  y Carlos Gustavo Jung, creador de la llamada Psicología analítica o compleja (1875-1961), se ha venido comprobando que  todas las sociedades humanas tienen elementos de una antropología normativa que regulan sus interacciones cotidianas a través de las proposiciones contenidas en un lenguaje que destaca la acción productiva, positiva y afirmativa de sus miembros. Sin embargo, simultáneamente en las sociedades modernas y posmodernas, existen individuos que pueden alcanzar la categoría de ciudadanos educados y con vocación de grupo, que arropados por un fenómeno psicopático común desarrollan conductas compulsivas de persecución verbal, legal, comunicacional,  intelectual o física contra  otros ciudadanos que por determinadas razones circunstanciales y referenciales la misma sociedad les asigna roles especiales dirigidos a la solución de los conflictos intergrupales.

En las sociedades damnificadas como la nuestra, los individuos psicológicamente maquiavélicos están sobrerrepresentados y debido a ello creen que aquellos pocos ciudadanos que la misma sociedad o los grupos de élites escogen para mediar en sus contradicciones y conflictos, deben ser extirpados y talvez extinguidos para que sean ellos los que marquen el paso a pesar de ser gente que aún no comprende que esos contados ciudadanos singulares que ellos quisieran extirpar o extinguir constituyen el punto de intercepción de la sociedad.

Si hay personajes que en una sociedad nadie debe confundir con surrealismo ni abstraccionismo y mucho menos hacerlos blanco de su beligerancia, esos son sus  ‘puntos de intercepción’ ya que estos son ‘realidad’ y la realidad no es como la palabra que cambia de sentido según el contexto. Solo en una sociedad subterránea, o en una “sociedad de brujos”, como le gustaba decir al escritor mexicano, Octavio Paz,  la realidad no convive o no coexiste con la crónica del poder.

El padre Agripino fue de los poquísimos miembros del clero católico dominicano que entendió, tempranamente, que como el poder es el núcleo de hombres, mujeres e instituciones de una Nación, elegir el escenario de la confrontación a “jacha y machete” frente al poder, en vez de usar las armas y el espacio que ofrece el temple de la sabiduría presente  en los procesos de diálogo, era el colmo de las elecciones ilusorias.

Creo que Agripino tuvo la certeza, tras su designación por la jerarquía católica, como rector  de la universidad,  de comprender que como esta era la institución encargada de establecer y difundir el tipo de filosofía, creencias, actitudes y comportamientos que el catolicismo predica como procedimientos para influir en la sociedad dominicana o en cualquier otra, pues el rector debía tener una visión cuantitativa y participativa en los debates y contradicciones de mayor envergadura de la sociedad.

Su éxito fue tan rotundo, tan convincente, que el padre Agripino en pocos años pasó de rector de la PUCMM a ser el espíritu conciliador No.1, con aptitud de moderador de las tensiones y las ambivalencias tan comunes en un país como el nuestro donde los pobres reclaman “su derecho” a acostarse con las mismas hembrotas que se acuestan los ricos y los ricos les reclaman al Estado “su derecho” a no pagar impuestos y a obtener ventajas para disponer de más dinero que les costee todos los gustos que podría darse un ser humano…. además de que también exigen que si al Estado le sobra algo, les construya buenas carreteras para pasear después de viejos y con un “pichoncito” que dejó de cantar y volar.

Pero el padre Agripino no se quedó ahí. Se convirtió en un obseso de la mediación política, no porque él quisiera o porque pretendiera convertirte en presidente de la República  como vociferaban sus detractores gratuitos y los mercenarios de la intriga social y política,  sino porque  estadistas  y gente prominente de la Nación se lo pedían.

En varios de mis artículos he dicho que entre nosotros abundan  más que el bofe y la longaniza, personas con evidentes rasgos de neuroticismo, narcisismo y psicopatía  y que dichos rasgos lo manifiestan a través del comportamiento irrespetuoso del insulto, la inamabilidad, el desdoro y  la difamación de aquellos personajes políticos, sociales o religiosos que gozan de un reconocimiento social de tal magnitud que los vagos nunca podrán ganarse.

Recientemente, la tierra guardó los despojos mortales de monseñor Agripino.  Con su muerte, nuestro país perdió un hombre utilísimo y cabal, pues aun enfermo, nunca se sintió animado a revocar su enorme capacidad de colaboración en la solución de problemas humanos a pesar de saber que los maledicentes  sajaban su costado con todo género de atribuciones infamantes. La última vez que conversé con él fue tal vez cuatro meses atrás cuando abordamos algunos de los temas incluidos en su libro que vino a ser una especie de autobiografía muy abreviada.

Aquel día  le dije que debió incluir un capítulo titulado Quién fui, como hiciera el famoso escritor y pintor francobelga, Henri Michaux (1899-1984). Su respuesta fue: “Doctor Mendoza, si hubiese escrito un capitulo o un libro con ese título,  me vería en la necesidad de contar cómo me dolía cada vez que me “acuchillaban” sin piedad en los medios de comunicación y las redes sociales con un gusto enfermizo. Ante que nada soy sacerdote y la Iglesia nos enseña que debemos perdonar, tal como el Señor nos dio ejemplo, hasta a aquellos que nos meten sin motivo el alfanje por el pecho o la barriga. Usted y yo nos conocimos en 1975 cuando la universidad lo contrató como profesor de la Facultad de Ciencias de la Salud. Desde aquel día conversamos sobre temas diversos. Vivo modestamente como viven todos los curas, sin embargo, inicuamente muchos me atribuyen una riqueza que no tengo ni he tenido ni en sueño”.

Pero  al padre Agripino, los calumniadores de oficio y los lengualargas de este país, le reservaron todo su enojo y su rabia asquerosa para los meses finales de su vida y el comienzo de su largo viaje a la eternidad, tras el gobierno pasado  escogerlo para encabezar la Comisión que investigó los posibles fraudes financieros en la construcción de Punta Catalina. No criticaron al resto de los miembros de aquella Comisión, sino a monseñor Agripino pero con una saña vulgar.

Ahora muerto, parece que sus enemigos se sienten fatal porque una enfermedad y sus 88 años agotaron su vida de servicio al país, pues querían que siguiera viviendo para ellos continuar con su patológico y compulsivo deseo de insultarlo y desacreditarlo moralmente  por redes sociales. Y el novelista británico John le Carré cuenta que mientras trabajó como espía en los Servicios de Espionaje de su país (el BND), en sus andanzas por Europa, Asia y América, se enteró que había personas tan malévolas  que a sus víctimas predilectas  las torturaban  física y moralmente después de muertas. Y según le Carré, los malévolos podrán llegar a ser el centro del universo, pero a ser valerosos, útiles  y honorables, jamás.

Padre Agripino, ahora que vas camino a donde no cambian de forma los objetos y en donde los reptiles tienen prohibido el paso, que estos versos de Gustavo Adolfo Bécquer guíen tu interminable viaje:

       Voy alumbrado por dentro

       Y la luz entra al alma por mis ojos,

       Misteriosos espacios me separan

       De un coro de reptiles perezosos.