La búsqueda de la eterna belleza es un asunto infinitamente "manoseado" por la raza humana desde que comenzamos a tener "conciencia" de qué, por qué o para qué ser bellos…
Nadie se quiere morir; nos empeñamos en "obviar" ese tema y hacemos hasta el ridículo con tal de "ocultar" que nos estamos momificando ante el tiempo inexorable, avasallador e imbatible que nos atropella. Quisiéramos conservar "esa belleza" dada a los 20 años, cuando "todos" éramos hermosos… Bueno, no todos. Y gozábamos de "cierto aire" de vigor que lucíamos orgullosamente.
Nos servía de mucho la belleza. Las puertas se habrían más fácil, el trato de los demás era más afable y "atraíamos" más damas o "damos", eso de acuerdo a su sexo de origen o como se diría ahora "escogido"… El punto es que ser bello o hermoso siempre ha sido una ventaja en todos los tiempos del pasado y del presente.
La banalidad siempre ha ocupado la cabeza del ser humano quien acostumbra "a comer" con los ojos, aunque una vez degustada "la mercancía" es el paladar quien asiente lo que es bueno o malo en verdad… Claro que hablo por experiencia, no solo en lo gastronómico, sino también en lo "epidernómico". ¿Cuántas mujeres hermosas sabían a guarapo pasado?, y ¿cuántas no tan agraciadas destilaban jazmines?
La belleza no siempre viene acompañada "de esos otros" atributos que expele la carne o de esas adustas y exquisitas maneras de pensar. Una mente compasiva y natural podría embellecer cualquier rostro. La verdadera belleza siempre sale desde adentro y allí permanecerá hasta el último día en que respiremos.
Esa era la buena noticia, la mala es que terminaremos todos como Tutankamón, si logramos llegar o acercarnos a los cien años, como amaga en llegar don Tiberio, nos miraremos al espejo y quizás podremos ver "algo" de nuestros ojos. Terminaremos orientales y arrugados como el fondo del lago que ha perdido sus aguas en la sequía.
Día a día el sol nos reseca, nos chupa, nos cuartea la piel. Nos las mancha y consume aquella grasa que solía brotar constantemente por el rostro. El cuerpo se va inclinando y nos pesa llevarnos de un lugar a otro cada vez más. La habilidad y agilidad se irán rezagando en el camino y cruzar la calle será una hazaña "aconsentida" de la que nunca nos percatamos.
Cleopatra estuvo a punto de morir envenenada, no por la dosis de la serpiente, sino por todos los menjurjes aplicados a su cara en busca de contener el deterioro que acontecía con los años y que hoy en día los cirujanos terminan halando y estirando la piel hasta que se termina la tela y ya no queda de donde halar más…
Algunos terminan tan desconocidos que ni ellos mismos se reconocen. Otros tendrán que presentarse nuevamente a sus amigos y así continuará el juego de "las pretensiones eternas" en donde no asumimos convertirnos en momias.
Asuma su "momiedad" con naturalidad, el que lo quiere lo hará no por su belleza material sino por aquella otra que lo ha acompañado siempre y es la que ha logrado que lo quieran sin nimiedalidades frías que son más perennes que la vida misma.
Es el tiempo en donde la belleza interior se luce y aporta y da y logra impactar de verdad, ya que la atención no se distrae en los otros y sus dudas de las ambiciones humanas.
En el tiempo de las momias, el corazón de la belleza se levanta y sale a pasearse ligero y brotado de luces. Su canto destila amores ajenos, desapegos entregados a otros en tiempos cercanos a los desvelos de "aquellos" misterios que por ahí nos acompañan.
Uno se levantará una mañana convertido en momia, nada nuevo que digamos, ni extraño tampoco. ¡Usted quiso vivir cien años, pues coja ahí! No se queje ni se llore, al contrario, agradezca que ha alcanzado casi a Tutankamón, solo recuerde que no lo enterrarán como a él, con todo su oro acumulado; sus hijos se encargarán de dilapidarlo como usted nunca se atrevió a hacerlo. Quizás sea la única cosa de la que quiera arrepentirse, pero ya será muy tarde, las momias con suerte mean solas. ¡Salud! Mínimo Momiero