La historia es el único anzuelo al qué aferrarse. Juan Carlos Rodríguez.

En  su ensayo, El sentido antitético de la palabra primitiva, Sigmund Freud nos plantea un descubrimiento: los conceptos nacen por comparación, y en este proceso de comparar se vinculan oposiciones de sentido a un mismo vocablo como caras de una misma moneda.  De este modo, una palabra primitiva puede, en determinado contexto, significar sentidos opuestos. Todavía hoy encontramos palabras como escatología que, a un mismo tiempo, se refiere a lo sagrado y las deyecciones. Ese elemento antitético se fue modificando con las palabras derivadas y la riqueza lingüística.

A pesar de que la “lengua viva” sigue evolucionando en  complejidad, siendo cada vez más rica para nuestra comprensión del mundo, aparece un fenómeno involutivo del lenguaje que consiste en la “acomodación” de vocablos, no por los cambios contextuales, sino por los intereses del hablante. Así surge lo que he llamado sentido antitético de las palabras políticas, parafraseando al maestro.

En tal contexto, la propia palabra política, que de Platón a Rousseau se vincula a la vida de las polis, el contrato social y los derechos, ha degradado en la voz popular a la categoría de argucia, artimaña, treta y  gestión  de canonjías. Por consiguiente, sembrada esta idea en la mente del pópulo, ningún “político” necesitará presentar planes y propuestas sobre políticas: educativa, vial, productiva, legal, en fin, de administración del estado. Candidatos sin plan de gobierno, tendrán éxito con solo viajar un poco más allá de  Bonao.

De tal manera, la democracia representativa delega el poder en marcas-candidatos que no muestran sus atributos, propiedades o promesa básica en la cual asentar su personalidad política. Pero el “mercado” político está formado por consumidores cooptados, cuyo escrutinio no cuenta con ningún análisis de los riesgos percibidos, pues su percepción está atrapada. Los procesos son cuerpos amontonados, y el escrutinio espacio del sujeto obstruido.

Estamos navegando del “capital de la subjetividad” que dio origen a la idea moderna de democracia como escenario de libertad, igualdad, fraternidad, hacia el derrocadero neoliberal del “individuo capitalizado”.

En este retorno, “envejecimiento” de los conceptos, nos encontramos con mezcla y conciliábulos de izquierdas y derechas sin rubor, pues la antítesis del sentido lo justifica. Aun sin consciencia de que estos desplazamientos están ocurriendo, se arrojan a uno u otro extremo en una gimnasia amoral cuya divisa, para tales individuos,  es alcanzar una cuota de poder.   No se trata de trasfuguismo pues ya no hay ideología qué traicionar. Es un ejercicio ya normalizado. El puente para ese transito lo constituye la denunciada  muerte de las ideologías y bancarrota moral de los partidos.

La normalización es la nueva patología colectiva, si nos atenemos al pathos (distorsión emocional) sustituyendo al ethos (valores). La raíz de la corrupción está en las conductas  que hoyan los cimientos de la cultura.  Cuando tales acciones se sustentan en teorías, entonces debemos empezar de nuevo y aprender desde cero que cosa es ser, especie, cultura. No se trata de un palabrerío que afanosamente pretenda desmontar otras, sino mostrar contradicciones y borraduras. La normalización hace todo lo contrario. Si aceptamos con Althusser que la ideología es un imaginario, no parece fácil salir de lo imaginario solo por negar o etiquetar otros sistemas de pensamiento. Normalizar todo lo que las tradiciones asumen como patológico es un absolutismo irracional.

Arribamos a lo que Juan Pablo Arancibia llama teoría del individualismo, y Jean Luc Nancy, el juego de la indiferencia. Se apuesta a la disolución de las estructuras comunitarias a las que, se supone, deberían apuntar las políticas democráticas. Sin las instituciones sociales, sin principios, sin derechos, nos topamos con una democracia desfondada. El elemento fundamental de  la estructura social es el sujeto (de la cultura, del socius, de la psicología), volver al individuo, desmontando esos sistemas nos conduce a un callejón sin salida. Progresismo teórico, pero práctica  conservadora.

No se trata de la dicotomía propuesta por Bobbio de Democracia versus autocracia. El problema es la vuelta antitética del concepto democracia desde sus propios orígenes, que obliga, al menos, a una preocupación de sus resultados, así como a una toma de consciencia y una necesaria relectura de su saber y de su moral. Se trata de un grave problema de la tendencia a su opuesto que plantea la democracia. El doctor Ernesto Guevara lo dijo mejor: la burguesía cuando sus intereses no están en peligro es democrática; cuando sus intereses están en peligro es fascista.

En el imaginario alienado, la democracia es una en todas partes y momentos de la historia. Una democracia guiada por un ideal comunitario, por un poder ostentable y delegable debe venir, está siempre en construcción, tiene múltiples rostros y rastros en nuestra cotidianidad. Para Europa es la cara opuesta a los fascismos, en Latinoamérica la desaparición de las dictaduras. Pero todo eso no es más que máscara.  A lo sumo, promesa nunca cumplida. No ha habido un verdadero poder del pueblo ni siquiera en las “revoluciones socialistas”.

Estamos navegando del “capital de la subjetividad” que dio origen a la idea moderna de democracia como escenario de libertad, igualdad, fraternidad, hacia el derrocadero neoliberal del “individuo capitalizado”. No sé  qué futuro augura esto, pero el presente de un “yo rey”, del egocentrismo como política, del consumo como religión, la marca divinizada y el trabajo como sacrificio supremo  para alcanzar la gloria del consumo, nos coloca frente al desplome de conceptos como grupo, socius, masa. Antítesis radical de la utópica democracia.

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