El descenso de la natalidad (fecundidad) ha sido, de los tres componentes de la dinámica demográfica, el más decisivo en los cambios demográficos ocurridos en el mundo. En la segunda mitad del pasado siglo XX el número medio de hijos por mujer se redujo de 4.9 a 2.7, actualmente es de 2.3, y a mediados de este siglo será de 2.15, de acuerdo con las proyecciones de población más recientes de la División de Población de Naciones Unidas (United Nations, 2022).

 

En la actualidad dos tercios de todas las personas en el mundo viven en un país o área donde la fecundidad está por debajo del denominado nivel de reemplazo generacional (2,1 hijos por mujer), el nivel de fecundidad necesario para asegurar que las sucesivas generaciones de nacidos sean sustituidas por otras de igual tamaño, lo que a largo plazo conduciría a un tamaño de población estable. El nivel de fecundidad en torno a 2 hijos, que en el pasado reciente era un rasgo característico de las sociedades desarrolladas, será la norma a nivel global, salvo en el continente africano.

 

Si bien la atención a la natalidad se ha centrado en el número de hijos que tengan las mujeres a lo largo de su vida fértil, la reproducción humana abarca, entre otras decisiones y prácticas, si tener o no descendencia, cuántos hijos se desea y cuántos se tiene realmente, cuando se comienza a tenerlos, cómo espaciarlos, si se tiene los hijos bajo una relación de pareja matrimonial, de cohabitación o en solitario; si se usa o no anticoncepción moderna o tradicional para evitar embarazo, si se interrumpe o no un embarazo no deseado.

 

En las sociedades avanzadas con patrones demográficos modernos no solo ha descendido la fecundidad hasta alcanzar niveles muy bajos, sino que además el contexto familiar en el que se tienen los hijos ha experimentado profundas transformaciones. Algunas de las tendencias que subyacen a la diversificación de estructuras y trayectorias familiares son el descenso de matrimonios, el aumento de parejas de hecho o de cohabitación, la mayor frecuencia de rupturas conyugales y el incremento de segundas uniones y familias reconstituidas.

 

Entre los cambios más destacables en lo que se refiere a la formación familiar y la fecundidad se encuentra la rápida difusión de la cohabitación, que está desplazando progresivamente al matrimonio como vía de formación familiar y contexto socialmente aceptado para tener y criar hijos. La expansión de la cohabitación se ha visto acompañada por un rápido aumento de los nacimientos que tienen lugar fuera del marco legal del matrimonio. Estos cambios en la nupcialidad cuestionan la hegemonía que ha ostentado hasta ahora el matrimonio como base de la vida familiar, sin ello implique inestabilidad, “degeneración” o falta de principios éticos.

 

La monumental caída de la fecundidad y en general los cambios en el comportamiento reproductivo de parejas, mujeres y hombres es una de los principales conquistas de la modernidad, pues es un proceso que ha estado vinculado al desarrollo económico, la expansión de la educación, la incorporación masiva de las mujeres al mercado laboral, el acceso y uso generalizado de métodos anticonceptivos modernos, la transformación de las estructuras y dinámicas familiares y la redefinición de los roles de género que ha implicado una emancipación económica y social de las mujeres, casi la mitad (el 49.7%) de la población mundial.

 

El descenso sostenido de la fecundidad ha traído incontables beneficios económicos y sociales, tanto a nivel societal como familiar e individual para mujeres y hombres. Bastan citarse como ejemplo dos grandes logros: ha modificado la estructura por edad de la población, llevando durante decenas de años a una mayor concentración de la población en edad laboral, creando oportunidades para un crecimiento económico acelerado y una mayor inversión per cápita en educación, salud y protección social en la infancia y la adolescencia; y ha permitido a las mujeres aportar valiosos recursos económicos a sus hogares al incorporarse al trabajo remunerado, distanciándose de los roles tradicionales de cuidadoras a tiempo completo del hogar, los hijos y las personas dependientes. Se estima que en América Latina el bono de género incremento el PIB en 0.6 puntos porcentuales en el periodo 1980-2010 (CELADE, 2013).

 

Pese a las numerosas evidencias aportadas por centenares de estudios sobre los beneficios de la reducción de la fecundidad, la baja natalidad es percibida en los sectores de la ultraderecha política, la dirigencia religiosa y sus grupos provida como negativa, como una amenaza que nos conduce inexorablemente a una sociedad de “viejos” o “inmenso geriátrico”, a la quiebra del actual sistema de bienestar, a la «despoblación», al «apocalipsis».

 

Si bien los temores de un exacerbado crecimiento son cosas del pasado, se sigue apelando a miedos atávicos a la despoblación. En los últimos años, en los países desarrollados se invoca frecuentemente a la demografía en el debate político y en el discurso mediático como fuente de alarmas y riesgos. La preocupación, las alarmas catastrofistas y apocalípticas sobre la explosión demográfica han sido reemplazadas por los temores a la muy baja natalidad.

 

Debido al hecho de que en muchos países del mundo desarrollados se haya llegado a la fase más avanzada de la transición demográfica, en la que el crecimiento natural es negativo (los nacimientos superan las defunciones), la baja fecundidad se designa con expresiones melodramáticas como «invierno demográfico», «crisis demográfica» y hasta «suicidio demográfico», que aparecen con frecuencia en titulares de los medios, acompañados por imágenes de cunas vacías.

 

Una vez superado el miedo al crecimiento excesivo de la población en los países en desarrollo, que dominó la agenda política internacional de buena parte de la segunda mitad del siglo XX; vencido los temores por la explosión de la bomba demográfica que el entomólogo Paul Ehrlich predijo en 1968 y dos décadas después anunció que ya había estallado -narrada en el best-seller demográfico-catastrofista The Population bomb-, renace cada vez con más fuerza el temor a la fecundidad demasiado baja.

 

Si bien un nivel de fecundidad muy bajo y las transformaciones sociodemográficas que conlleva -en especial el envejecimiento demográfico- figuran entre los retos claves a los que se enfrentan muchas sociedades de este siglo XXI para la sostenibilidad del Estado de Bienestar y, en particular, para el sistema de pensiones y la organización social de la provisión de cuidados, en los debates políticos y mediáticos abundan las simplificaciones excesivas y las medias verdades, omitiendo que el verdadero problema reside en la insuficiencia del mercado laboral para absorber el potencial de capital humano favorecido por el alto porcentaje de población en edades potencialmente activas.

 

Dado que la tasa de fecundidad condiciona en gran medida la evolución de la estructura de edad de la población, el ritmo de envejecimiento demográfico y el tamaño de la futura población económicamente activa, el foco de atención en la agenda política nacional e internacional y en el mundo académico se ha trasladado a las causas y consecuencias de una fecundidad excesivamente baja y a los retos que entraña el envejecimiento demográfico. De ahí que el número de gobiernos que declaran que la tasa de fecundidad del país es “demasiado baja” ha aumentado de solo 13 hace 40 años a 56 en la actualidad, incluida China, el país con la más agresiva, restrictiva y autoritaria política de control natal -la del «hijo único»- hasta recientemente.

 

Desde una visión tradicional patriarcalista y anclada en la moral religiosa del medioevo, las religiones católica y evangélicas, la derecha iliberal y la ultraderecha atribuyen erróneamente, sin evidencia alguna que lo sustente, a la emancipación económica y social de las mujeres y a su incorporación al mercado laboral, al “materialismo, el individualismo y la secularización”, la responsabilidad de una muy baja fecundidad.

 

Sin embargo, los numerosos estudios que abordan el tema muestran que la correlación entre participación laboral femenina y fecundidad, que tradicionalmente era de signo negativo, ya hace décadas que se tornó en positiva. Desde finales de los años ochenta, son los países desarrollados con mayor nivel de empleo femenino los que tienen también un nivel de fecundidad más elevado, debido a que la mayoría de esas sociedades han implementado políticas relativas a la organización del trabajo y a los servicios de cuidados en la infancia que permiten conciliar o compaginar vida laboral y crianza de hijos.

 

Hoy en día, el contexto laboral condiciona en buena medida las decisiones reproductivas. La integración en el mercado laboral y la estabilidad laboral se han convertido en requisitos esenciales a la hora de tener un/otro hijo. Los estudios muestran que las personas con inestabilidad laboral e incertidumbre en el futuro tienden a posponer la decisión de tener un hijo.

 

El tradicional modelo familiar de “varón sustentador/mujer cuidadora”, dominante durante buena parte del siglo XX, ha sido sustituido por el modelo de “dos sustentadores económicos” -que sería el modelo familiar más favorable para la fecundidad-, por lo que la participación laboral femenina ha pasado de ser un obstáculo a ser un requisito previo a la hora de plantearse tener un hijo. En síntesis, no son las mujeres trabajadoras las “culpables” de la baja fecundidad sino el desempleo y la precariedad laboral los factores decisivos que inhiben la decisión de tener hijo.

 

En el discurso político, religioso y mediático se atribuye también la baja natalidad a los estilos “hedonistas” de los jóvenes y a la «crisis de valores» de la sociedad. Sin embargo, los estudios disponibles muestran lo contrario: que los jóvenes -y los no tan jóvenes- retrasan la decisión de tener un hijo, no por egoísmo o hedonismo, sino porque consideran que sin contar con cierta seguridad laboral y de ingreso no pueden asumir el compromiso a largo plazo de criar un hijo, y porque aspiran a dedicarles los recursos y el cuidado adecuado.

 

En las medidas de políticas pro natalistas que promueven la ultraderecha y las religiones, instrumentalizadas en varios países desarrollados para aumentar la fecundidad, se obvia con frecuencia las verdaderas razones por las que no se tiene hijo o se tiene solo uno, es decir, los factores económicos y sociales que determinan una importante brecha entre la fecundidad deseada (el número de hijos que se desea tener) y la fecundidad real (el número de hijos que se tiene realmente). El promedio de hijos deseados se ha mantenido durante décadas en torno a 2 hijos, por encima del nivel de fecundidad real en muchos de los países desarrollados.

 

Numerosos estudios sobre las intenciones reproductivas identifican las principales barreras por las que individuos y parejas no llegan a hacer realidad sus aspiraciones reproductivas: las dificultades de acceso al empleo y la vivienda, la inestabilidad laboral y los bajos salarios en la fase del ciclo de vida de entrada al mercado laboral, la desigualdad entre hombres y mujeres en las responsabilidades de la crianza, así como la escasez de políticas públicas de apoyo a las familias, a la infancia y a la conciliación entre trabajo y cuidado de los hijos.

 

Mientras las preferencias reproductivas se mantengan cercanas a los 2 hijos, seguirá existiendo margen para que la fecundidad aumente. Aunque es altamente improbable que la fecundidad remonte el umbral de reemplazo generacional incluso a largo plazo, sí debería ser posible pasar de un nivel de fecundidad muy bajo a otro moderadamente bajo en el medio plazo, y así reducir la brecha entre deseos y realidades reproductivas. Para ello no es preciso desarrollar políticas de corte pronatalista, sino crear las condiciones favorables –en el ámbito laboral, en el ámbito familiar y en la sociedad en su conjunto– para que las personas que desean hijos puedan tenerlos.