El tener cierta edad le permite a uno acumular recuerdos y si es posible, compartirlos.
Nací cuando ya el merengue era aceptado en los salones de baile de la alta sociedad. No viví la época de que fuera un género de la clase marginal o baja, por lo que pude ya en mi adolescencia y juventud hacer gala de mi destreza en la demostración de mis cualidades “bailariles”. Siempre me gustó bailar, en estos momentos escucho un merengue y le ruego a mi hijo dar una bailadita, pero, ¡que va!, los años no perdonan, doy tres pasitos y quedo con la lengua afuera.
En mi pueblo, La Vega, existía una “zona roja”, como en Ámsterdam, lo único que no había escaparates para exhibir la mercancía. Esa zona estaba rodeada de unos sectores de clase media y media alta. Muchas veces para visitar a una de mis mejores amigas tenía la osadía de atravesar ese barrio, pues me ahorraba muchos metros, calles y esquinas. Casi siempre escuchaba canciones que solo podían ser escuchadas ahí, por ejemplo, bachatas, que era una música propia de las “mujeres de la vida alegre”, término usado para denominar a las mujeres del oficio más viejo del mundo.
Ese género es uno de los más aceptados en la actualidad y, yo diría, más valorado. Se le ocurrió a Juan Luis Guerra sacarlo del baúl y quitarle el estigma de música de barrio para ser adoptado mundialmente como género, yo otra vez diría, exquisito.
Siempre que iba a los resorts veía a los turistas aprender a bailar bachata. A mí se me moría la cara de envidia porque no me atrevía a salir a aprender, pero me llegó el momento.
Mi hijo mayor y yo nos levantábamos a las cinco de la mañana para ir al gimnasio. La clase que más me gustaba eran los aeróbicos. Ahí puse todo mi empeño en mis deseos frustrados de aprender a bailar bachata, es tan así que mi entusiasmo era tan grande que un día me dijo mi hijo que yo había equivocado mi profesión, le pregunté si bailarina, a lo que me contestó que no, me dijo cual, algo que no diré, pero ya ustedes se imaginarán.
Otra de las cosas que más identificaban a estas mujeres era un guillo en el tobillo o un piercing en las orejas, aunque actualmente son prendas llevadas por cualquier mujer sin importar la clase a la que pertenezca.
Pero si la bachata, los piercings y los guillos en el tobillo han penetrado en las más altas esferas, lo que más ha trascendido ha sido el tatuaje.
No es raro encontrar tatuajes en jóvenes y adultos de cualquier medio. En la época de mi niñez solo se veían en clase muy baja y en los luchadores. Actualmente los deportistas los han puesto de moda. Las modelos, las influencers y a to’el que le da la gana.
Yo no me quería quedar atrás e ideé mi primer tatuaje. A la primera que le comenté de mis intenciones fue a mi hermana Araceli que es muy conservadora. Le dije que me iba a tatuar en el brazo derecho un nido, dos pajaritos volando y debajo +2, traducido significaba que mis dos hijos volaron, dejaron el nido vacío, pero que regresaron con dos más, mis nietos.
Mi sorpresa fue grande, ella me sugirió que hablara con Derick, su hijo menor, que es un artista para que me hiciera el diseño y que su amigo Alberto me lo podía hacer. Ahí mismo desestimé mi primer tatuaje, porque no tenía sentido el tener tanta aceptación, ya no llevaba “guto”
Cuando le comenté a mi amiga Idalia mi intención, me dijo que quien había visto a una vieja tatuarse para que se le “detelengara”; otra que me bajó los ánimos.
Mi segundo tatuaje vino cuando mi mamá murió. Tatuarme en el brazo izquierdo una mariposa volando hacia las nubes. Significaba que mi mamá voló al cielo. Es que supe que todo el que se tatuaba lo hacía por un motivo en especial.
Mi tercer tatuaje, un signo de infinito en el dedo mayor de a mano izquierda o dedo del corazón, significaba un amor infinito. Averigüé el costo, pero la joven que me atendió me dijo que ahí dolía mucho y que se borraba pronto porque la piel cambiaba mucho. Lo pensé.
Como nunca había tenido un tatuaje, me dibujé con un marcador en el dedo que tenía pensado el signo infinito, pero gracias a Dios, porque cada vez que me veía ese tatuaje improvisado, no veía la hora de que desapareciera.
Cuando le comenté a Idalia de ese tercer tatuaje me dijo, “pero es verdad que los tatuajes dan seguidilla, porque ya tú vas por tres, aunque no te has hecho ninguno”.
Mi incursión en la modernidad quedó frustrada, aunque no me arrepiento, porque cuando vi que Melanie Griffith se tatuó el nombre “Antonio” en su brazo, después de veinte años de matrimonio, se divorciaron y tuvo que apelar al láser para borrarlo. También una pareja española muy famosa, él se había tatuado la imagen de ella en el corazón, luego del divorcio la camufló con un inmenso gorila que le coge todo el pecho.
La bachata, los tatuajes y los piercings ya debutaron en la alta sociedad.
¡Ay, de la que me libré por presentá!