En el año 1999, cuando estaba en la CREP, me surgió una ronquera y cuando me hicieron los análisis y una biopsia, se determinó que era un cáncer en las cuerdas vocales.
La muestra indicaba que el cáncer ya había avanzado y en los Estados Unidos un especialista confirmó el diagnóstico. Me remitieron al departamento de radioterapia, donde su director, el joven médico español Eduardo Fernández, pidió a sus especialistas analizar las muestras que me tomaron en el país y que el laboratorio dominicano envió por avión a Miami con una persona que se dirigía a esa ciudad.
Ya estaba a punto de empezar la radioterapia y mientras llenaba los papeles del registro se fue la luz en Florida, algo increíble. Esto retardó el proceso y dio tiempo al doctor Fernández de llegar para decirnos a mí y a mi esposa Marcia que sus especialistas habían determinado que el cáncer era incipiente. Mi esposa le dijo, y lo recuerdo como ahora:
—¿Pero no se le puede dar un chin?
—No se mata una mosca con un cañón. Eso se corrige con una laparoscopía —le contestó el doctor.
Sin embargo, debía esperar unos días porque aún las secuelas de la biopsia estaban frescas. Lo hicieron con mucha cautela por el riesgo de que esa intervención me afectara la voz y cuando le dijeron al médico que yo era una persona pública de República Dominicana, se puso nervioso y tuve que tranquilizarlo.
Después de la operación duré una semana sin hablar, pero cuando lo hice mi voz era la misma. Durante más de tres años no podía tomar alcohol ni nada irritante y me pidieron evitar los espacios de fumadores y que el flujo gástrico subiera a la garganta, a las cuerdas vocales y a la laringe. Para eso tendré que medicarme el resto de mi vida.
Seguí trabajando en la CREP y 15 días antes de entregar el cargo me descubrieron otro cáncer, esta vez en la próstata y ese sí era malo, pues tenía la categoría siete. Era tan rápido y agresivo que no había modificado el PSA o que lo había modificado poco, pues todavía estaba dentro de los parámetros normales. Me salvé porque cuando me hice mi análisis de rutina y subió un poquito el PSA, mi esposa pidió que me hicieran una sonografía, que confirmó la enfermedad.
Marcia estaba muy familiarizada con los procedimientos médicos porque desde el año 1991 estaba sometida permanentemente a tratamientos por hepatitis C contraída en una transfusión que le hicieron cuando nació mi hijo mayor en el 1961.
Desde que el médico vio el resultado se dio cuenta de la agresividad del cáncer, partí de nuevo a Miami para tratarme con los especialistas más reconocidos. Cuando el doctor me revisó, dijo: —Esto es inoperable, si lo operamos va a recaer pronto. El tratamiento apropiado es radioterapia.
Cuando me iba a remitir al departamento de radioterapia de ese hospital, le dije que tenía un especialista de mi confianza y bien preparado en el hospital de Aventura, cerca de Miami. Contacté al doctor Fernández inmediatamente y me recibió con mucho cariño. Se había desarrollado en su profesión y se ha convertido en una autoridad en la materia.
Me sometieron a un proceso de 42 radioterapias con tecnología de punta. Eso fue en el año 2000. Pasado el tiempo y mi salud en esa área es excelente. Además de la radioterapia, estuve en tratamiento durante tres años, y aunque me dijeron que estaba bien, no fue hasta cinco años después cuando me dieron clínicamente de alta.
En ese resultado influyó mucho mi voluntad, pero también la dedicación de los médicos y la tecnología.
Cuando regresé al país, después de unos meses viviendo en Estados Unidos y todavía en tratamiento, me reuní con el cirujano oncólogo Eduardo Segura y con doña Rosa Tavárez, de la Liga Dominicana contra el Cáncer, para contarles mi experiencia y ponerlos en contacto con el doctor Eduardo Fernández. Tras esos esfuerzos se estableció un Centro Oncológico de Radioterapia, de tecnología avanzada, que representó un salto cualitativo en el tratamiento del cáncer en República Dominicana.
Esta nueva tecnología aún no está al alcance de todos, sobre todo de aquellos que no tienen seguro médico, pero realmente es un salto en el tratamiento de esa enfermedad.
Había limitado un poco mis actividades en el sector privado, donde tenía muchas responsabilidades. Trabajaba en un grupo y dentro del grupo en tres de las principales empresas: Ferquido, Textiles Titán, una fábrica de sacos de polipropileno y envases plásticos, en Máximo Gómez P., en el área de producción, aparte de todos los trabajos corporativos y en otras empresas del grupo.
Además, tenía compromisos en la Asociación de Herrera y en otros espacios de la Sociedad Civil. Aunque en esa época mi actividad no era tan dinámica como en años anteriores, en un momento en que la Asociación de Herrera estaba medio decaída. Un grupo de pasados presidentes tomaron las riendas y lograron levantarla con el apoyo de nuevos dirigentes que han surgido al calor de las luchas por un mejor país y que han puesto el nombre de la entidad muy en alto. En el marco de la reducción de mis actividades, me concentré básicamente en Ferquido y Textiles Titán hasta el año 2001, hasta que el grupo adquirió la Delta Comercial y pasé a ser gerente general de esta empresa, sin dejar la vicepresidencia de Textiles Titán.
Un tiempo después, en 2004, el PLD ganó las elecciones. Trabajé junto a Gustavo Montalvo y Temístocles Montás en la propuesta del Plan de Gobierno y particularmente elaboré unos proyectos que me enorgullecen: el que planteaba la reestructuración del Consejo Nacional de Competitividad y el que creaba el Consejo Económico y Social. Además, participé activamente en el Programa de Desarrollo Industrial con algunos compañeros de Herrera, entre ellos Ernesto Vilalta, César Nicolás Penson e Ignacio Méndez. Una vez nombrado Secretario sin Cartera y Asesor Industrial del Poder Ejecutivo, presenté esos proyectos al presidente Fernández, quien los aprobó de inmediato.
Empecé a trabajar junto al equipo joven del Consejo Nacional de Competitividad en un proceso de discusión con el sector privado en las áreas industrial, turismo y agropecuaria con el objetivo de elaborar un Plan Nacional de Competitividad. Me enorgullece haber participado con ese equipo tan motivador que dirigía Andrés van der Horst Álvarez. Recibí también de ellos muchas satisfacciones, me bautizaron el padrino del Consejo y al salón de conferencias le pusieron a mi nombre. Trabajé con muchos asesores internacionales valiosos durante el tiempo en que fui parte del CNC en mi condición de Asesor Industrial del Poder Ejecutivo.
Se aprobó también el Consejo Económico y Social, en el que fueron nombrados monseñor Agripino Núñez Collado como presidente y Rafael Toribio como secretario ejecutivo. Se trataba de un decreto que creaba mecanismos institucionales fuertes y una de las condiciones que puso monseñor fue que se modificara para hacer un Consejo un poco más laxo, más de acuerdo con lo que él estaba haciendo como propiciador del diálogo social. El presidente Fernández lo complació y creo, sinceramente, que eso impidió que en su primera etapa ese organismo avanzara como se esperaba.
Extractos editados de mi libro Relatos de la vida de un desmemoriado.