Rigoberta Menchú criticó la inclusión de palabras que supuestamente no dijo en Me llamo Rigoberta Menchú…: “Censuré varias partes que me parecían imprudentes”, afirma la líder indígena. “Quité las partes que se referían a nuestro pueblo, muchos detalles sobre mis hermanitos, muchos detalles sobre nombres” [5]. De manera similar, Maitreyi Devi, en Bengal Nights, reaccionó indignada contra el romance que Eliade escribió sobre ellos en la India. Como ella misma dice: “[Él] ha estado, durante los últimos cuarenta años, vendiendo mi carne por un precio. Esto es el mundo occidental” [6], asegura.
El juicio de Maitreyi puede reflejar, a la inversa, la perspectiva general del Otro sobre nuestra cultura. En el mundo posmoderno occidental, la intimidad como valor es irrelevante: “(…) pero en la invención y ejecución de caricias era una experta. Encontré las confidencias de los besos, la perfección de sus abrazos, los cambiantes ritmos embriagadores de su cuerpo” [7], escribe Eliade sobre Maitreyi en Bengal Nights. Eliade no valoró ni comprendió la importancia que la pureza y la discreción tienen para los indios. Una vez más, no logró “penetrar en el alma del Otro”. El autor se contradice al hablar con Maitreyi del libertinaje sexual de las europeas, mientras expresa su atracción por la pureza casi mística de las indias [8]. Sin embargo, termina revelando su romance con Maitreyi, algo cuya privacidad sabía que ella valoraría profundamente.
A diferencia de Rigoberta, Maitreyi proviene de una familia india y pertenece al círculo intelectual de Calcuta. En el libro más reciente de Rigoberta, Crossing Borders, no encontramos ninguna afirmación que le permita defenderse de las acusaciones de mentir y fabricar hechos relacionadas con el campesinado guatemalteco con fines políticos, lanzadas por el Dr. David Stoll, un antropólogo estadounidense. Este académico sugiere que Rigoberta es una mentirosa, dando por cierta la supuesta fabricación en su autobiografía, sin considerar que quien editó el libro fue Burgos-Debray y no ella. Stoll confía más en la veracidad de la edición del libro que en el testimonio de Rigoberta. A decir verdad, el científico norteamericano está culturalmente más cerca de Burgos-Debray que de Rigoberta. La misma estética representacional occidental une a ambos antropólogos.
En un artículo escrito en The New York Review, Taracena, el editor y corrector del manuscrito de Burgos-Debray sobre el testimonio de Rigoberta, convenientemente borrado por aquella, sostiene que los dos antropólogos compartían un interés común: “[E]lla [Burgos-Debray] estaba en proceso de ruptura con la izquierda latinoamericana y él [el Dr. Stoll] quería probar su tesis a cualquier precio: que Rigoberta mintió y que detrás de ella había un complot comunista” [9]. En efecto, utilizar epítetos contra los indios y demonizarlos es una vieja estrategia colonial para neutralizar al Otro. Stoll ha realizado un trabajo de campo en Guatemala para refutar algunas de las verdades de Me llamo Rigoberta Menchú…. Por ejemplo, según él, el conflicto del padre de la indígena con los ladinos por su finca no ocurrió como se cuenta en el libro. A su juicio, el verdadero conflicto se dio entre el padre de Rigoberta y su familia política. En otras palabras, para Stoll, Rigoberta es una mentirosa y una inventora de verdades [10].
La práctica de subestimar y estigmatizar al Otro es una estrategia recurrente del discurso occidental cuando se enfrenta a él. Tal es el caso de Calibán (el “primitivo”) en oposición a Ariel (el “civilizado”) en La tempestad de Shakespeare. En cuanto a los estereotipos y estigmas que buscan denigrar a los indios, Sir William Jones, citado por Niranjana, afirma que estas personas son “suaves y voluptuosas, pero arteras y poco sinceras” [11]. Este tipo de discurso sigue la metafísica dualista occidental, que ve el mundo en términos de opuestos: alma y cuerpo, bien y mal, causa y efecto, colonizador y colonizado, entre otros. Dentro de este discurso cae la estética fundacional de la obra de ficción romántica, que divide el mundo entre buenos y malos. El colonizador, es decir, el occidental, siempre se definirá a sí mismo en relación con el Otro, asociando todo lo negativo a este. En el caso de Eliade, apunta a no ver esta realidad cuando intenta “fundir su yo” con la cultura india en su amor por Maitreyi, siguiendo su deseo de renunciar a su propio mundo: “El mundo blanco es un mundo muerto”, dice. “He terminado con él. Si soy admitido, como pido a Dios que sea, en una familia india, reharé mi vida” [12], frases tras las cuales cobra vida el mito del noble salvaje.
El deseo de Eliade de integrarse en una realidad cultural diferente es utópico. Su decisión de vestir ropas bengalíes, renunciar a sus amigos blancos y abandonar su mundo y su fe cristiana no son suficientes para alcanzar el núcleo del Otro. No se daría cuenta de que su cultura occidental ya lo ha moldeado, consciente e inconscientemente. Pero de ambas, por razones obvias, la que marcó significativamente su personalidad fue esta última. Su razonamiento sobre la muerte de las civilizaciones occidentales puede ser comprensible; busca algo, probablemente la verdad, que no ha encontrado en este hemisferio. Sin embargo, creemos que él simularía no percibir la abrumadora realidad del inconsciente. La gran diferencia y supuesta imposibilidad de comunicación total entre Oriente y Occidente se da a este nivel. Las fronteras entre ambos, como se pretendió, habían resultado infranqueables hasta que Edward Said publicó Orientalismo (1978), en el que denuncia los malentendidos derivados de los estereotipos que los occidentales hemos formado sobre las culturas orientales, salvo, por lo que se ve últimamente, para el Nuevo Orden Mundial, cuya agenda pretende globalizar toda cultura, ahora dentro de un contexto postcolonial.
Tanto las culturas orientales como las occidentales miran de manera autoconsciente sus encuentros con el Otro. Es comprensible que Eliade no pueda evitar reducir sus observaciones de las costumbres y formas de vida de la familia india a sus patrones de pensamiento occidentales, por mucho que intente implicarse en esa cultura. Es consciente de sí mismo cuando la describe para el público occidental. Sin embargo, parece no percatarse de que una tradición logocéntrica y etnocéntrica condiciona qué y cómo construye su discurso. El "qué" tiene que ver con el contenido de la historia que cuenta, algo peculiar de los etnógrafos y escritores de viajes occidentales desde el siglo XIX. El "cómo" apunta a las estrategias discursivas que estos escritores han utilizado y siguen utilizando.
En otro orden, Rigoberta tiene una experiencia significativa de cruce de fronteras desde los años ochenta, cuando se convirtió en figura pública. Los ladinos fueron despojando poco a poco de sus tierras a los campesinos indígenas guatemaltecos. Como los indígenas no hablaban español, la lengua de los colonizadores, fueron marginados y sus derechos humanos violados. Rigoberta, desde niña, se sensibilizó ante la explotación injusta de su etnia. Conociendo el poder que implicaba dominar la lengua española, decidió aprenderla con fines puramente instrumentales, para denunciar ante el mundo ese sistema de explotación: “(…) porque nosotros los indígenas no hablamos español, la mayoría de las veces nos engañan en todo, así que no podemos quejarnos” [13]. Rigoberta aprenderá español para enfrentarse al colonizador en sus propios términos, utilizándolo como arma, por lo menos al inicio de su carrera. Al aprender a dominar una lengua europea, logra ponerse a la altura de la humanidad. El mundo occidental se abrió ante ella hasta el punto de que se le concedió el Premio Nobel de la Paz en 1992, coincidiendo con la celebración del Quinto Centenario de la Conquista y Colonización de América por los españoles.