En estos tiempos se habla mucho sobre los maestros dominicanos; lamentablemente, no siempre a favor de ellos y su labor. En diversos escenarios y con argumentos disímiles se cuestiona la calidad del servicio que prestan y hasta su preparación y entrega. En esos escenarios, y como consecuencia, son muchos los maestros verdaderos afectados por generalizaciones perniciosas. Gracias a Dios, en las diferentes comunidades, se destacan figuras que demuestran la existencia de una pléyade de educadores quisqueyanos que son ejemplos para la sociedad y de manera especial para quienes se deciden a incursionar en la labor más digna y necesaria del mundo.
De esos que se destacan “como lo que son” conozco a muchos: maestros de formación exquisita, de inigualable entrega, de amor a la profesión y a sus estudiantes. Entre ellos, hay alguien que me merece mención especial, por si acaso nunca aparece su nombre en los oxidados anaqueles donde deberían colocarse las joyas de la educación dominicana. Me refiero a Milagros Roche Maríñez, digna maestra de generaciones, no solo en la zona de Alma Rosa, Santo Domingo Este.
Esta carismática maestra, de honestidad comprobada, confidente excepcional, de actitud intachable y entrega sin límites, es alguien que debería ser tomada como modelo de fidelidad y entrega, de respeto y consagración a su familia ―que para ella es lo primero, después de Dios―, a sus estudiantes, a sus colegas y a todo el que tiene el inmenso honor de relacionarse con ella.
La “Profe Roche”, como la nombran sus estudiantes y colegas, es un símbolo que debería multiplicarse, de manera especial entre los maestros; un símbolo de responsabilidad y sabiduría, de buenos modales, de vestir impecable y distinguido, de hablar preciso y coherente; de caligrafía y ortografía envidiables. La Roche es la maestra extraordinaria, la que vence los traspiés que imponen las escaleras y el tiempo, gracias a su inagotable energía física y talento.
Esta maestra dominicana es un ejemplo del ser humano mediador, conciliador; amante de las buenas relaciones, de la comprensión entre todos los seres humanos. En ella veo al verdadero maestro, a ese que se entrega a los demás, que sirve de cayado a quien necesita soporte para andar; de brújula al desorientado. Lo aseguro, porque he sentido su mano de maestra y amiga en mi hombro en los duros momentos de aflicción; porque siento y bendigo sus palabras de aliento para todos los que las hemos necesitado. Siento ―desde que la conocí― que la Roche es la verdadera educadora, de manera especial, por aquello que nos legara el formador de almas, José de la Luz y Caballero, y que en ella es una realidad: “Instruir puede cualquiera, educar solo quien sea un evangelio vivo”.
Sirvan estas palabras como reconocimiento a Milagros Roche Maríñez, preceptora en todos los escenarios, y con ella a todos los maestros dominicanos que se sobreponen a la adversidad que significa educar en estos tiempos. Sirvan estas palabras como acicate de voluntades para el reconocimiento, temprano y merecido, de esos héroes sin los cuales no serían posibles muchas de las profesiones y oficios que mantienen en pie a la patria y sus anhelos.
Con estas líneas, y porque “honrar honra”, agradezco a ella y a todos los educadores de este país que me hacen crecer, que me guían frente a retos y desafíos; que me acompañan en la ardua tarea de aportar a un mejor futuro para la sociedad, a través de la enseñanza.
Gracias, Roche querida. Para ti, hoy y siempre, mi respeto, admiración y reconocimiento.
Gracias, maestra.