1: Laurel marchito

Obtuve mi primer premio literario de carácter nacional cuando tenía 18 años y 3 meses, me acababa de graduar de secundaria, y no había publicado una línea (cosa que no sucedería sino un par de años después, cuando “Cabito” Gautreaux Piñeyro me sacó del sótano de los inéditos en el suplemento Cultura de El Nacional). Paso a contarlo, que no a cantarlo.

Recibido el diploma que me acreditaba como un flamante Bachiller en Estudios Comerciales –sección Contaduría– (Auxiliar de Contabilidad) por el Liceo Víctor Estrella Liz, “La Peritos”, decidí hacerme el oso en todo lo relativo a asuntos doctos durante los meses que restaban por descontar a aquel lejano 1982, concentrarme en mi primer trabajo asalariado e inscribirme para seguir estudios superiores en el año siguiente. Me había mordido ya el ácido de la poesía en los años del Liceo –donde fui asistente de clase de la profesora Cartagena, madre del poeta y posteriormente amigo Manuel García Cartagena–, y en mis funciones de inspector de mercancías en Pisos de Granito C x A (Pigraca), más que trabajar devoraba en mi casilla libros que me prestaba Pedro Cabrera, el atípico contable de aquella fábrica, mi inicial orientador en lides literarias y dos décadas más tarde compañero de trabajo otra vez, en el ministerio de Cultura.

Pero así de soberbio y con ínfulas de eternidad es uno a los 17. Un buen día, en el solaz de mi lírica molicie, vi en el diario la convocatoria a un concurso de poesía dirigido a bachilleres del país recién egresados, cuyo premio era una beca para estudiar en la Universidad Centro de Formación y Asistencia Social (Ucifas), más 100 pesos por trimestre para gastos en material gastable y textos. —He ahí el motor que necesito, —pensé— para estudiar lo que me dé la gana, sin pagar un chele, y muy lejos del compulsivo llanto lacrimógeno de la Universidad Autónoma de Santo Domingo, los gendarmes cascos negros y los Frentes Estudiantiles, las macanas y las piedras. De modo que reuní mis poemitas, y compilé, fotocopié, encuaderné, envié y gané. Veni, vidi, vici a mi holgazanería.

Victoria total. O eso creía yo: el laurel vino con truco. Habiendo sido un premio único, insólitamente decidieron trastocármelo por un “segundo” premio… ¡sin que existiera un primero! Supuse que el objetivo era cicatería: reducir a la mitad la cuantía trimestral, una verdadera fortuna entonces, con el dólar a la par. Se ingeniaron otra treta cuando me fue entregada la primera partida en plata: la propia rectora añadió de puño y letra un requisito que no estuvo consignado en las bases: si reprobaba una materia, perdería los beneficios. Lo tomé como acicate, como suelo absorber los golpes: avanzando, aunque derribe una pared. Al fin y al cabo, iba a ser Ingeniero de Sistemas a mis 21 y, por causa de la amenaza, con calificación cum laude. En Ucifas fui feliz, académicamente apandillado con los hermanos De León Manolo y Frank Manuel, con el taxista matemático Luis y el Sargento X, con la dupla Natalia-Estela y agonizando por la inalcanzable casi rubia Betty, dominican york que prefería pasar sus horas libres no con el grupo nativo, sino junto a los estudiantes extranjeros de medicina, angloparlantes como ella.

Y vendría, sin embargo, una celada más, un terremoto que descolocaría al pobrecito poeta-adolescente-laureado-pino nuevo que era yo. Y es que, una tarde opaca y densa, encontramos el fuero universitario ocupado por militares: se había descubierto que Ucifas y Cetec expedían títulos falsos de médicos a extranjeros, sin haber cumplido con el pensum de rigor y en algunos casos sin ni siquiera asistir. Los Estados Unidos y el gobierno de Jorge Blanco forzaron ¡para siempre! su clausura, y con ello mi beca se fue por las cloacas. Tres mil estudiantes estadounidenses se quedaron en el limbo, según el New York Times (confirmarlo en este enlace: https://www.nytimes.com/1984/05/16/us/2-medical-schools-closed-in-scandal.html). 16 mil estudiantes dominicanos tendríamos que recomenzar de cero. Contrariedad mortal, sobre todo porque en casa no teníamos dinero para pagar otra universidad privada, y fui a parar a la UASD (que no impartía entonces Ingeniería de Sistemas). Y (vuelta de tuerca retórica, golpe de timón a mi nave de los locos), me hice miembro allí del “glorioso” Taller Literario César Vallejo, fundado por el poeta Mateo Morrison, y cuna de la Generación 80.

Así perdió el país un gran ingeniero informático, para ganar un poeta de categoría incierta.

2: Nivel y Poblada

Aunque tenía meses de nacido cuando estalló la Revolución de 1965 –y aunque era hijo de militar, y por lo tanto parte capital en el conflicto–, aquellos días de la Poblada de 1984 fueron lo más cercano a una guerra civil que haya vivido jamás, y los momentos más amenazantes para mi propia existencia. 40 años después, asusta recordarlo.

Ya tenía 19, y el lunes 23 de abril de 1984 me encontraba en Ucifas creando flujogramas o cascándome el cerebro con programación COBOL o con PASCAL, y pensando en sortear las barricadas espontáneas, los incendios, los saqueos, los disparos de fusil, para llegar a mi casa de la calle Barahona… ¡caminando! De milagro pude hacerlo, escudado por un grupo de muchachas, camuflado entre su círculo, ya que tenían paso franco ante los policías y soldados.

A un amigo de “la calle al doblar” le dispararon en la cabeza cuando se asomó a mirar. No obstante, lo verdaderamente inolvidable fue mi encuentro con el sargento X (no voy a decir su nombre), el compañero de clases más alegre y amistoso, más locuaz y solidario. Pero “pertenecía” al ejército dominicano. Y al tercer día de casquillos aún calientes, cocteles molotov con alas y toque de queda a oscuras alguien (yo, hermano mayor varón) debía buscar comida en el colmado del banilejo don Miguel. Así que, decidido, abrí la puerta y, justo en ese momento, patrullaba nuestra calle mi amigo X, en traje de faena y maquillaje de batalla. Le sonreí y traté de saludarlo… ¡y entonces rastrilló su reluciente metralleta, dispuesto a dispararme!

Hay miradas que matan, y nosotros nos miramos como civil y militar, como demonio y ángel, como presa y depredador. Una vez terminados las protestas y el trimestre, no nos volvimos a hablar. Se había deshecho un lazo.

No es un cuento.

  1. Un cazador en Hunter

Tras dos años pasados por agua y nieve, había emigrado a Nueva York, sin título universitario, pero con tinte y halo de literato. Empecé un peregrinaje por altas casas de estudios de la Babel de Hierro, infiltrándome en las asociaciones de estudiantes latinoamericanos. Y en una de esas incursiones aterricé en el centro de una farra clandestina con alumnos parranderos de Hunter College.

Deambulando por la fiesta como un espectro sin nadie a quien espantar, perdido entre la multitud convulsa de parejas destrozando las alfombras con sus botines de invierno, en la mano un vaso plástico hasta el borde con coctel de fruta y ron, de repente sentí el insoportable peso de unos ojos que, detrás de unos mechones de pelo casi rubio, y como un quintal de plomo, me observaban fijamente.

—Hola, Betty —le dije.

—Qué bueno que te encontré —ripostó—: aquí no conozco a nadie. ¿Quisieras bailar conmigo? Es bueno recordar aquellos tiempos.

—Tiempos en que no me hablabas —imaginé espetarle, resentido. Pero, al contrario, la tomé por la cintura tarareando al mismo tiempo la voz melosa de El Mayimbe que escupía la radiocasetera: “déjame volver, déeeejame amanecer”.

Recuerdo que ella olía a Jean Naté, y yo a Aqua Velva.