Mi padre era una persona muy desprendida y poseía unas propiedades en El Líbano que había heredado a la muerte de sus padres y de su único hermano Rafael, fallecido a los 53 años. No asistí a su entierro porque me encontraba en la clandestinidad, aunque tampoco quería ver muerto a mi querido tío. Esta es otra de las personas que la muerte me ha arrebatado y cuyos recuerdos no asocio con la tristeza porque, al igual que como me ocurre con mi esposa Marcia, solo rememoro los momentos hermosos que con ellos viví.

Cuando papá vendió esas propiedades entendió que el mejor uso que podía darle al dinero era distribuirlo entre sus hijos. A mi hermano le construyó una casa en la Zona Colonial, a pesar de que Narciso rehusaba. Con la parte del dinero que me correspondió, me fui a Roma para especializarme en Administración, Economía, Banca y Desarrollo Económico, y obtuve, como en otras ocasiones, las más altas calificaciones: cien en todas las materias.

Aunque conocía a la Europa de mi época de dirigente estudiantil y de exiliado, en esta etapa llegué a conocerla mejor. Este fue un período más hermoso, muy rico para mí porque por primera vez disfruté de mis hijos y, sobre todo, de mi esposa, ya que los primeros años fueron muy accidentados a causa de la clandestinidad. Según Marcia, fueron los años más felices de su vida.

Yo traté de compensarle todo lo que le había quitado por mi lucha revolucionaria, no por agradecimiento, sino por amor. No solo me sentía en el deber de hacerlo sino que quería hacerlo.

Estudiaba mucho, pero cuando tenía vacaciones las disfrutaba a plenitud. Era muy metódico, estudiaba cuando tenía que estudiar y descansaba cuando tenía que descansar.

Viajamos por toda Europa en carro. Cruzamos con el auto de Italia a Grecia en ferry. Marcia conocía a Roma mejor que muchos romanos. Frecuentemente salíamos a las afueras de Roma y a veces a lugares más lejanos. En verano íbamos a las playas cercanas como Ostia Antica. Además de bañarnos y recoger almejas, disfrutamos caminando por las ruinas de la vieja ciudad.

Dedicábamos algunos domingos a recorrer castillos -allí les llaman I Castelli-, y pequeñas ciudades medievales situadas en los alrededores de la capital, como Castel Gandolfo, Frascati, y otras. También nos íbamos de picnic a la vía Apia Antica, el camino que en la antigüedad unía a Roma con el sur de Italia, que bien conocen, sin haber ido a Italia, aquellos que vieron la película Quo Vadis basada en el libro del mismo título de Henryk Sienkiewicz, un escritor polaco ganador del quinto Premio Nobel de Literatura en 1905.

En invierno, en ocasiones, íbamos a una estación de deportes en una montaña cercana de Roma, en los Apeninos, llamada Terminillo. Mientras pasábamos un fin de semana en ese lugar, me entusiasmé con un trineo ovalado, utilizado en las carreras, aunque más pequeño. En esa época tenía treinta y dos años. Empecé a deslizarme y cada vez buscaba pendientes más altas, hasta subir a una que era tan elevada que mis amigos y mi familia me advirtieron el riesgo que corría. Entre ellos Farys Ayales, un compañero de estudios costarricense que ha sido diplomático y político, gritó: “Te vas a romper la columna”.

Estaba consciente del peligro, pero jamás pensé que podría sufrir una fractura de esa naturaleza. Como yo era muy atrevido me dije que si no me lanzaba en ese momento ¿cuándo lo haría? Cuando llegué abajo no encontré ángulo y caí golpeado.

Me trasladaron al médico especialista, quien determinó que me había fracturado una de las vértebras. Al día siguiente me sometieron a un proceso de tracción, que consistía en ejercer tensión para ajustar la vértebra. Me colgaron del cuello para colocarme un yeso con el que estuve más de tres meses y que me cubría desde la pelvis hasta debajo de los brazos y se sostenía en los hombros. Prácticamente era una tortuga inmóvil.

Próximo a los tres meses podía moverme levemente y eso me llevó a otro atrevimiento: ir a la universidad conduciendo. Había que entrarme en el FIAT 125 porque yo no podía doblarme para hacerlo. Tenía permiso para entrar justo frente a la facultad y estacionarme allí y cuando llegaba me esperaban algunos compañeros de clase para sacarme del automóvil.

Después de más de tres meses con el yeso, no recuerdo cuándo, me colocaron un corsé con varillas de acero durante seis meses. Yo sufrí tanto con ese trauma que decía que si me pasaba otra vez me suicidaría.

Al terminar mis estudios en Roma, papá quería que hiciera otra especialidad, pero en Inglaterra para que aprendiera inglés, pues entendía que ese idioma ayudaría a mi ejercicio profesional. Aunque se me acababa el dinero de la herencia, él insistía en que no importaba y prometió apoyarme en todo. Me aceptaron en Cambridge.

Marcia regresó al país porque nuestra pequeña Marcia Patricia sería operada de las amígdalas, para posteriormente reencontrarse con nosotros.

De camino a Inglaterra, mis hijos Antonio Emilio y Aris y yo hacíamos turismo en auto por diferentes partes de Europa. Cuando llegué a la universidad me encontré con que, efectivamente, yo había sido admitido pero el curso que al debía ingresar no iniciaba en septiembre sino en marzo del año siguiente. Nos quedamos un mes en Inglaterra y aproveché para tomar un curso de desarrollo económico en la Universidad de Londres con traducción simultánea.

No avancé nada en el inglés, pero la pasamos bien. Vivíamos humildemente en una pensión porque allí la vida era muy cara. Los baños eran colectivos y disponíamos de un dormitorio para los tres y de una pequeña cocina. Era un buen ambiente e hicimos muchos amigos.

Regresamos al país en diciembre de 1973. Mi padre se molestó, pero yo estaba consciente de que no podía esperar hasta marzo sometiendo a mis hijos a estrecheces y limitaciones para obtener un título que yo sabía que en esa época no me serviría de mucho. Tampoco me sentía bien recibiendo ayuda económica de mi padre a mis 33 años, casado y con tres hijos.

Cuando llegué a Santo Domingo me encontré con la sorpresa de que mis padres me habían construido un apartamento en una casa dúplex. Ellos vivían arriba y nosotros abajo. Es la casa en la que desde esa época vivo y que apenas he remodelado una vez. Mi hijo Aris, que es arquitecto, hizo el trabajo con la asesoría de mi madre.

Aunque mi historial en la Universidad Autónoma me permitía optar por una cátedra y ascender en la burocracia, no lo hice. Pasé seis meses sin trabajar y pensé que podía conseguir un empleo, ya que mi especialidad era banca y desarrollo económico y tenía buenos amigos en el sector. Entre ellos estaba Alejandro Grullón, con quien a veces compartía, pero él llegó a decirme: “Yo no puedo emplearte, primero por la mancha indeleble que tienes y segundo porque posees unos niveles de preparación que podrían traer problemas hasta con mis vicepresidentes fundadores del banco”. Entonces opté por convertirme en asesor de inversiones, asistiendo a viejos compañeros que, como yo, habían hecho su “perestroika”, término que no se conocía en esa época.

Extractos editados de mi libro “relatos de la vida de un desmemoriado”.