Al llegar, me sorprendió su patio. No había fuin fuan, columpios, toboganes, ni animalitos. A primera vista parecía una calle gigante, sin señalizaciones, con solo una canasta de baloncesto en el centro, delimitada con unas borrosas líneas blancas, aparentemente afectadas por el tiempo y los rayos del sol. Como llegamos tarde, no había alumnos en ese mar de asfalto. Mi papá apresurado por la tardanza, me entrego mi nueva mochila de rueditas, que por alguna razón era de Minnie Mouse, y no de Mickey. Me soltó de la mano, dejándome como una chichigua cuando se le rompe el hilo y queda a merced del aire y del vacío. Me sentí inseguro, solo, casi traicionado. Pero di el paso que hay que dar, el primero. El necesario para caminar hacia lo desconocido. Tenía ganas de llorar, pero ya había prometido no hacerlo, o por lo menos para afuera, porque para adentro era inevitable.

El trayecto entre la entrada y el salón de clases fue largo. A medio camino quise devolverme, pero no lo hice. Mis padres me dijeron que no se moverían del portón hasta que yo llegara a la clase. Cuando llegue al aula, todos los niños estaban uniformados con una camisa azul oscuro. La mía era azul claro. La profesora, que estaba ensañándoles el “himno a las madres”, suspendió la lección y les dijo: Saluden a su nuevo compañero, Camilo. Los niños se pararon y a coro dijeron: Buenos… días… Camilo… bienvenido.

La maestra me sentó en un pupitre de madera, como a todos, pero cerca de la ventana. Salude con la mano a mis papás, que esperaban mi señal al lado del paletero para poder irse. Se fueron y yo me quede solo recitando el himno con los compañeros: De ella aprende el niño la sonrisa tierna, el joven la noble, benéfica acción…