Tendría yo unos 17 años cuando, allá por 1985, leía, furtivamente y con fruición, las memorias del guerrillero sandinista Omar Cabezas, cuyo libro tenía el hermoso y largo título “La montaña es algo más que una inmensa estepa verde”. Me engranojaba con esa lectura, que para mí era como un manual secreto de preparación mental para cuando en República Dominicana tuviera yo que escalar “las escarpadas montañas de Quisqueya”, si algún día se armaba en el país la del no te menees, eventualidad que, desde la ignorancia de esos tempranos años, yo veía como altamente probable.
Unos diez años después, ya había abandonado esas ideas calenturientas, a medida que iba confrontando las ilusiones con la política real. Aquel joven bisoño y “de espíritu levantisco”, como me calificaba una buena amiga y compañera de trabajo ya bien entrado en mis treintas, fue evolucionando hasta ser el partidario de la izquierda democrática que hoy soy, en cuestiones culturales y sociales, pero totalmente convencido, en el ámbito económico, de las conveniencias y la factibilidad de la iniciativa y la propiedad privadas y de la libre empresa y la competencia.
A mediados de mis 40, me recuerdo a mí mismo, casi con cierta culpa, girando todavía más hacia la derecha en los temas económicos, deseando un estado sino más pequeño, por lo menos más eficiente e innovador. En los temas culturales y sociales, como la defensa de los derechos reproductivos, el matrimonio igualitario, la protección del ambiente, el estado laico y las garantías de acceso universal a la educación y a la sanidad públicas, no solo sigo a la izquierda, sino cada vez más convencido de que se trata de cuestiones de derechos.
De manera que yo también estuve allí y ahora estoy aquí, cumpliendo el ciclo de vida ciudadana que resume la popular frase atribuida a tantas fuentes y tantas veces alterada: "El joven que a los 18 no es comunista es un tonto, pero el que a los 25 sigue siendo comunista, es más tonto",.
No es una historia nada especial. Es la historia repetida de millones de personas en el mundo, por lo que me parece una manipulación pueril que en la pasada campaña electoral por la presidencia de Colombia y aún después de sus resultados se pretenda estigmatizar al hoy electo presidente electo, el economista Gustavo Petro, por haber sido un partisano, no ya como un dato factual, sino como una bandera para azuzar el miedo.
El “ex guerrillero” Petro no sólo abandonó las armas hace más de 30 años, sino que lleva por lo menos tres décadas jugando el juego democrático. Fue un alcalde progresista en Bogotá; ha sido dos veces senador de la República, con una hoja de servicios públicos excepcional como legislador, y tres veces candidato a la presidencia de la República, pronunciándose en todas esas campañas como un promotor y defensor del “capitalismo democrático”.
Petro es hoy día un demócrata de izquierdas, progresista como el ex líder sindical Lula Da Silva, el ex guerrillero Pepe Mujica, la ex guerrillera Dilma Rouseff, la socialista Michelle Bachelet, todos izquierdistas más o menos radicales en su juventud, que operaron en la clandestinidad, pero que luego pasaron a participar en el juego democrático latinoamericano, se hicieron presidentes en sus respectivos países, sin que ninguno pusiera en peligro la propiedad privada o la libre empresa durante su gestión, sino que, por el contrario, las estimularon abiertamente y lideraron el crecimiento económico y el desarrollo social capitalista en los países que presidieron, con las mayores o menores debilidades que han lastrado ordinariamente las democracias latinoamericanas, en gobiernos de izquierdas o de derechas.
De manera que el hecho de que en su temprana juventud, con apenas 18 años, Petro se iniciara como militante del M-19, sin haber nunca participado en una acción armada, no debería ser motivo para asustar a nadie.
Sin embargo, que la bandera del chantaje ideológico la enarbolen los púgiles electorales, es entendible, como también es comprensible que el público promedio envejeciente sea susceptible de temores y manipulaciones con el coco del socialismo. Hasta es comprensible que los evangelistas, hinchas y fanáticos predicadores de “la mano invisible del mercado”, como la solución a todos los problemas económicos y sociales, y los ex patriados y vecinos venezolanos, que han sufrido en carne viva la capacidad destructora del chavismo, repitan machaconamente las consignas de derechas y traten de asustar a los colombianos con el sambenito del comunismo. Pero rechina y espanta que se inscriba al rebaño un ilustrado como Vargas Llosa, escritor brillante, con pensamiento crítico de sobra para desembarazarse de los corsés mentales e ideológicos. Extraña, sobre todo, porque él mismo tuvo un pasado de adhesión a la revolución cubana, como era usual entre los jóvenes de los 60 del siglo pasado y durante las dos décadas siguientes. Luego, más temprano que otros intelectuales latinoamericanos de su juventud, Vargas Llosa le retiró el apoyo al proceso cubano y se erigió en una de las voces más elevadas en la defensa de la democracia occidental y de las libertades individuales.
En sus postreros años, sin embargo, el Nobel de Literatura peruano ha ido girando tanto hacia la derecha hasta pretender erigirse en un policía del pensamiento, en una especie de certificador de la calidad del voto de los pueblos, que, a su juicio, votan mal, si no votan a la derecha.
Pese a que vive sin temores ni cortapisas en una democracia occidental capitalista, gobernada ahora mismo por un mandatario de izquierdas, Vargas Llosa, en su afán evangelizador en contra de cualquier opción progresista, ha sido capaz de endosar a un gobernante ultraderechista, autoritario, misógino y homofóbico como el brasileño Jair Bolsonaro, dando a la razón a la sabiduría popular cuando afirma que los extremos se juntan.