«Pobre, marinero y tuerto», así describía Paco Taibo II a Herón Proal, un dirigente sindical, anarquista, comunista, etcétera, etcétera, etcétera, que organizó protestas y huelgas en el puerto de Veracruz en los años veinte.

Herón había nacido en 1881, en Tulancingo, Hidalgo, era uno de los ocho hijos de un comerciante francés, quien luego de darse cuenta de las demasiadas bocas que debía alimentar, echó mano de la frase típica: «ahorita regreso», para embarcarse hacia su añorada patria, dejándolos hambrientos y desolados.

Después ingresaría a la Escuela Naval Militar, donde pasó quince años vigilando las costas del Golfo de México. En el mar la vida es más sabrosa, dice la canción, pero a Herón las aguas saladas le recordaban al capataz que le asestó cariñosamente  un latigazo en el ojo derecho…

Nuestro personaje aprovechó la Revolución Mexicana para salirse de la Armada y  frecuentar a varios anarquistas y sindicalistas quienes también comentaban la otra revolución, la de Rusia, sorprendidos por sus fogonazos de nombres exóticos:  Lenin, Trotski…

Con la intención de olvidarse de las penas sufridas en altamar (y para subsistir) puso una sastrería. ¿Era bueno cortando telas? Quizás, pero las deudas se sucedieron como las olas de un tsunami y no le permitieron salir a flote. No podía siquiera pagar el alquiler de su casa, por lo que inició un lastimoso peregrinaje de un barrio a otro. De esta forma, experimentó en pellejo propio las terribles condiciones de la «habitación popular»: Cien o hasta doscientas personas amontonadas en vecindades y patios, donde apenas había un par de baños, un inodoro, una fuente desvencijada…

Es difícil describir en un par de renglones a este hombre singular: grandote, tuerto, de lengua incendiaria, que comparaba a los burgueses con perros cochinos, víboras y alacranes. No pudo ser ni marino ni comerciante y su taller sirvió más para planear las protestas que para confeccionar trajes.

Asimismo, la situación de la vivienda que, después de la Revolución era precaria, se agravará con un nuevo impuesto que los caseros, solidariamente, endilgaron a sus ocupantes: fue la chispa que puso a arder la pólvora del descontento.

Una huelga diferente, original, iba a explotar con una consigna sencilla y compleja a la vez: como el alquiler está muy caro, estoy en huelga y por consiguiente, no lo pago. Si expulsaban a los morosos, una multitud enfurecida se las arreglaba para volver a meter sus muebles a la casa. Los dueños no sabían que a hacer o sí: implorar por un  «poquito» de represión.

Curiosamente, entre los inconformes sobresalió un grupo de mujeres: las prostitutas del puerto. Acostumbradas a la lucha ruda con clientes ebrios, calenturientos, groseros y reacios a pagar;  ignoradas y acosadas por la ley y por la sociedad en general, dijeron no va más. Proal las acogió como hijas prodigas, llamándolas hermanas, para asombro y disgusto de todos: «Sí, señores, y no se rían; estas pobres y despreciadas mujeres, no solamente son nuestras compañeras, sino que también son nuestras hermanas, […] ellas son de carne y hueso como nosotros y no hay razón de excluirlas».

Incluso las honorables trabajadoras horizontales, como les decía Carlos Monsiváis amenazaron con prender fuego a sus colchones, camas y demás herramientas de trabajo, pero la policía (por primera vez) llegó a tiempo para impedirlo…

Marchas, protestas y manifestaciones se sucedieron durante ese 1922. El clima estaba tenso y, como reza un corrido, la muerte andaba en el aire, hasta que el cinco de julio los soldados empezaron la matazón: « Se atraviesa con la bayoneta a mujeres y hombres desarmados […] En días posteriores aparecerían en Veracruz cadáveres “ahogados”, “atropellados por el tren” y “muertos por congestión alcohólica” en cuyos cuerpos estaban las perforaciones de las bayonetas y de las balas», apunta Paco Taibo.

Como era de suponerse, Proal fue arrestado. En la prisión, para no aburrirse, organizó un sindicato de presos –el primero en su especie– y exigió comida digna de ese nombre. Los guardianes irrumpían en sus reuniones tirando balazos al aire, pero tuvieron éxito y les mejoraron la calidad y cantidad de las raciones.

Visitaría más veces la cárcel, como si fuera su lugar de veraneo. Murió en 1959, pero aquellas luchas, salpicadas de rojo, sirvieron para que el Estado de Veracruz promulgara una ley de vivienda más digna. Al mismo tiempo, ese movimiento habría de inspirar a otros en el futuro. Hoy a casi cien años de distancia, no sé si el par de barrios que llevan su nombre, sea suficiente para honrar su recuerdo…