Un hombre es no solo parte de su época y su entorno, sino aquello que es capaz de llevar a cabo con todo cuanto la vida le ofrece. Crecí, algo alejado de mi hermano Alfredo, por la distancia que nos impusieron a ambos los veinte años de diferencia que nos separaban. Fui, por así decirlo, un ingenuo espectador asombrado por sus muchas hazañas y hoy, que ya no está con nosotros, me propongo hacer un recorrido por los senderos que traza mi memoria, tratando de atrapar el ancho océano de su existencia.

Tenía yo quince años cuando él regresó de Puerto Rico para iniciar en nuestro país su trabajo como herrero. Volvía precedido de una bien reconocida fama como gran bailarín de salsa. Él lograba ser el centro mismo de la pista con su compañera de entonces y fueron muy pocos los que llegaron a hacerles sombra. Mi hermano mayor encarnaba por aquel entonces, y siempre fue del mismo modo, la imagen misma de la virilidad. Su apuesta vital estaba conectada con la carne, con el placer y el disfrute más profundo de los sentidos. Era un hombre fuerte, enérgico, lleno de pasión y empuje. Su manera de ser sintetizaba a la perfección toda una época en la que el conflicto racial y la propia afirmación individual jugaban un rol especial. No ha de sorprendernos por ello su enorme fascinación por el Dr. José Francisco Peña Gómez, que situaba muy por encima de cuestiones meramente ideológicas. Alfredo admiraba sobre todo al hombre de color de extracción humilde que fue capaz de vencer todos los obstáculos que se presentaron en su camino hasta llegar a conquistar la cima en la política dominicana.

Para él, al igual que para la mayoría de jóvenes de su generación, era muy importante la obstentación de aquellos símbolos que acordes con la época marcaban y definían su statu quo. El buen vestir, el triunfo en la tarea emprendida y conducir un hermoso carro eran elementos esenciales de su puesta en escena, parte de un código que les daba consistencia frente a los demás. Aún recuerdo su BMW de color verde, un auto que muy pocos podían permitirse el lujo de tener por aquel entonces. Pero Alfredo era más que un simple joven de su tiempo. Más allá de su condición de propietario de un sólido y reconocido taller de herrería, dejó su impronta personal al convertirse en guía para una juventud que en Manoguayabo buscaba un referente, un paradigma que guiara sus pasos; un líder a quien seguir y que diera sentido a su vida. La honestidad y verticalidad de su conducta hacia todos cuantos solicitaban sus servicios, fueran estos ingenieros o propietarios de un inmueble, fue su sello de identidad y el rasgo que le convirtió en una persona profundamente respetada por aquellos que le conocieron.

Las anécdotas alrededor de su fuerte personalidad son innumerables. Su pasión por la pelota no tuvo jamás límite y cada temporada compraba su asiento sobre el dugout del Licey para no perderse un solo partido. Físicamente era, de entre todos los hermanos, quien guardaba un mayor parecido con mi madre. Al mismo tiempo ambos mantenían una especie de compartimento secreto al margen de todos los demás. Alfredo llegaba a la casa familiar y pasaba horas con ella, encerrados ambos en la cocina, desenredando cualquier situación de índole personal que le preocupara en aquel momento. La relación con mi papá estaba marcada por una pasión común que gestaba encuentros plagados de intensidad y abierta rivalidad en cada partida de dominó que los dos disfrutaban con idéntica emoción.

La vida de un hombre se asemeja a todos y cada uno de los elementos que forman parte del periodo en el que sucede, pero es también la construcción de un tejido de amistades inseparables, una larga serie de disputas, desencuentros y al mismo tiempo, por qué no decirlo, de perdones y grandes acuerdos. Imposible hablar de mi hermano sin mencionar su gran amistad con otro herrero de enorme importancia como Titico, ni olvidar su excelente relación con un próspero empresario de la metalúrgica del país como Kuki. De igual modo no se puede pasar por alto, pues su trayectoria no se entendería sin ellos, a sus empleados de toda la vida. A Juan, Negro, Moreno o Naningo. La realidad es que, como bien dice el poema de Manuel del Cabral, "Hay muertos que van subiendo cuanto más su ataúd baja…" La vida es, al fin y al cabo, un gran mosaico de pequeñas piezas imprescindibles para intentar comprender a un hombre en su inmensa totalidad.