Con nosotros se entrenó también el filósofo y escritor francés Régis Debray, que en aquel momento era un símbolo de la Revolución Cubana. Había publicado “Revolución en la revolución” y era uno de los consejeros de la dirección cubana.
Ya pasada la Revolución de Abril fui a Cuba a un entrenamiento en guerra de guerrillas que se impartió en el contexto de los acuerdos de la Conferencia Tricontinental, celebrada en La Habana en 1966 y que reunía a países de África, Asia y América Latina en la lucha por la liberación. La mayoría de los que integraban mi grupo eran dominicanos y como era el que tenía más rango en el país, fungía como líder.
También había extranjeros y aunque todos usábamos seudónimos, los nombres de algunos eran bien conocidos. Entre ellos estaba el poeta salvadoreño Roque Dalton, con quien entablé una buena amistad. Dalton fue fusilado por sus propios compañeros cuando luchaba en armas en su país en 1975. En su honor quiero compartir el poema Aída fusilemos la noche, que define su talante revolucionario:
Aída fusilemos la noche
Y la terrible
Miseria colectiva.
Aquí tenemos estas cuatro manos
Y tenemos mi voz.
Nos respaldan tus ojos
Y tu suave
Manera de ir queriéndome.
Nos respalda esa sangre proyectada
Hasta el cuerpo del hijo.
Nos respalda esta atmósfera
Este pan cotidiano
Y estas cuatro paredes
Que tutelan los besos.
Rompamos Aída esta tormenta amarga.
Hay que construir pañuelos con luceros
Para secar las lágrimas del hombre.
Hay que llevar al niño
A su música antigua.
Hay que volver a fabricar muñecas
Y hay que sembrar maíz en las ciudades.
Hay que dinamitar los rascacielos
Y dar lugar para que ascienda el trigo.
Hay que hacer instrumentos de labranza
Con los buses urbanos.
Aída, fusilemos la noche
Y esa horrible bandera.
Aída fusilemos la noche
Y los negros cañones
Y las bombas atómicas;
Fusilemos el odio
Y la terrible
Miseria colectiva.
En el grupo había un primer capitán del ejército cubano, que fue uno de los que acompañaron al Che Guevara a Bolivia, pero no recuerdo su nombre. Aunque fue también uno de los que pelearon en la Sierra Maestra al lado Fidel Castro, tenía muchos años haciendo trabajo de escritorio y al principio le resultaba muy duro el entrenamiento, hasta que recuperó la forma y nos superó a todos.
Con nosotros se entrenó también el filósofo y escritor francés Régis Debray, que en aquel momento era un símbolo de la Revolución Cubana. Había publicado “Revolución en la revolución” y era uno de los consejeros de la dirección cubana. Régis también se fue con el Che y es uno de los sobrevivientes porque fue capturado por el ejército boliviano en abril de 1967 y condenado a 30 años de prisión por su participación en la guerrilla. Luego, gracias a una amnistía, fue liberado en 1970.
En nuestro grupo Régis pasó bastante trabajo. Al final del entrenamiento se montó un ejercicio en el que debíamos cruzar las montañas del Escambray perseguidos por una unidad del ejército cubano a la que le habían dicho que éramos una guerrilla contrarrevolucionaria. Por supuesto, de producirse un encuentro los jefes militares les advertirían que se trataba de un simple ejercicio.
Un día, agotados, hicimos un alto para descansar. Algunos estábamos bastante deshidratados porque nos faltaba sal. Después de descansar seguimos nuestra marcha, al cabo de un buen tiempo hicimos otra parada y nos sentamos formando un círculo cuando Régis se tocó en el pecho como buscando una caja de cigarrillos o de fósforos y gritó:
—¿Dónde está mi fusil?
Lo había dejado en la parada anterior y un compañero dominicano llamado Agapito, carpintero del barrio Simón Bolívar, había cogido el arma, y la cargó sin que él lo supiera. Agapito se paró detrás de Régis y, cuando éste gritó, le entregó el fusil y le dijo:
—Comemierda.
Régis era un hombre muy inteligente y de valor, pero estas cosas pueden ocurrir en momentos de fatiga extrema como en ese caso. Terminando el entrenamiento tenía que permanecer un tiempo más en Cuba pues me habían picado muchos mayes y tenía postillas en las orejas, no obstante que un médico había intentado mejorármelas un poco. Así que se consideró prudente no llamar la atención y posponer mi regreso.
Mientras esperaba me dieron el recado de que un oficial del ejército cubano tenía interés en reunirse conmigo. No recuerdo su nombre, quizá nunca lo dijo. Me invitó a tomar café en una cafetería del Vedado. Recuerdo que nos sentamos en una terraza más alta que el nivel de la acera (si un día regreso a La Habana haré un esfuerzo para encontrar ese café).
Mi interlocutor tenía el rango de capitán y había peleado en la Sierra, pero el rango lo obtuvo después. Era blanco, de estatura y peso mediano y bastante joven. Antes de mi reunión con el joven capitán había tenido un encuentro largo con los comandantes históricos de la revolución Melba Hernández y Jesús Montané, con quienes había compartido en otras oportunidades bajo una corriente de simpatía mutua. En esa reunión conversamos ampliamente y les puse al día sobre el movimiento revolucionario dominicano, de sus problemas y expectativas.
La conversación empezó a girar alrededor de ese tema, aunque muy pronto derivó al internacional y ahí me di cuenta del objetivo de la conversación, que era tratar de incorporar gente de principios y valor probado a un movimiento de apoyo a la revolución latinoamericana liderada por el Che, fundado en los compromisos de la Organización de Solidaridad de los Pueblos de África, Asia y América Latina (creada en la Conferencia Tricontinental).
Como estaba interesado en formar parte de esa iniciativa, pospuse mi regreso a Santo Domingo y empecé a entrenarme con un grupo con ese propósito. Entre ellos estaba casualmente un primer capitán que se había entrenado conmigo en el grupo regular. Pero eso no duró mucho.
Diomedes Mercedes, que en esa época era dirigente del PCD y una persona rígida, llegó a Cuba en esos días y no sé cómo se enteró de mi decisión, pues nunca habíamos tratado el tema con los cubanos. Diomedes dijo que yo estaba entrenándome al margen del Partido, por lo que podría ser sometido a un consejo de disciplina. Como consecuencia, la dirección cubana me planteó que no querían problemas con un partido hermano y me solicitó que regresara a Santo Domingo. Así lo hice. Nada más pasó, ni me acuerdo si hablaron del tema en República Dominicana. Cuando cayó el Che murió la mayoría de sus acompañantes, por lo que Diomedes, sin proponérselo, me salvó la vida.
Regis Debray posteriormente vino aquí para la celebración de los 80 años de Juan Bosch. Recuerdo que fue el mismo Diomedes quien me llamó para decirme que Régis quería verme, cosa que finalmente no se produjo. Años más tarde, mi hermano Narciso me dijo que uno de mis compañeros de entrenamiento en Cuba era Daniel Ortega, hoy presidente de Nicaragua, pero no recuerdo su fisonomía en aquellos tiempos.
Hasta ese momento, a consecuencia de mi mala memoria, no lo relacioné, incluso cuando me encontré con él en una visita que hice a Nicaragua acompañando a José Antonio Najri, que era muy amigo del comandante Tomás Borge, del Frente Sandinista para la Liberación Nacional (FSLN). Pudimos saludarlo y hablar con él después de terminar su primer gobierno y su cara no me recordó a ningún compañero de aquellos años.
Extractos editados de mi libro “Relatos de la vida de un desmemoriado”