Hace 525 años más o menos que Bartolomé Colón fundó, en la margen este del río Ozama, la Villa de la Nueva Isabela. Bartolomé Colón, hermano de Cristóbal, venía del norte de la isla de la experiencia fallida de La Isabela. Esta pequeña villa, que posteriormente adquirió el nombre de Santo Domingo, devino a través de los años en la ciudad más grande del Caribe, un espacio lleno de sorpresas que cuenta con Metro y teleféricos, ensanches de viviendas, y todos los servicios de una ciudad moderna.
Pero sobre todo posee un ethos conformado por gentes alegres, que viven en barrios vibrantes, que con grandes carencias caracterizan esta ciudad que se arrincona entre el mar y el río y se expande hacia las terrazas geológicas que la alojan y la caracteriza. Y quiero, ya lo he hecho antes, decir por qué me identifico con ella; por qué la sufro y la gozo cada día; por qué la considero mágica.
Creo que debemos hablar de forma y contenido.
Para mi Santo Domingo es la forma urbi de la ciudad del Caribe. Abierta, informal, caótica.
Abierta geográficamente, de frente al mar y abierta, quizás demasiado, hacia todas las influencias. Informal por su propio desarrollo, siempre agarrado a algún proceso político, social y económico que la desestabiliza y la sacude periódicamente y le da forma, una forma añorable por momentos y feraz la mayor parte del tiempo, en el cual la modernidad ha dejado su impronta descarnada capaz de borrar la memoria histórica sin pestañar y caótica siempre; siempre llevada por la fe en el porvenir y adoptando modelos que se desestabilizan como esa teoría nombrada, precisamente, del caos.
Pero su forma y su gente se compartan como el a tractor extraño que hace la magia cotidiana, donde se tejen sueños y pesadillas y donde nunca se logra el objetivo señalado sino otro que ni siquiera nos imaginábamos. Su forma expansiva desde una retícula de colonización hasta los barrios marginales que calificamos de “desordenados” cuando, como me hizo saber un joven habitante del barrio de La Ciénega hace muchos años, lo que pasa es que tienen un “orden” diferente. Y su gente agobiada pero alegre, ruda pero amable y siempre presente en el “teteo” o en el concierto, conformando dos mundos que se entrelazan y dan forma a esa dominicanidad tan poco comprendida.
De su forma rescatamos la ciudad colonial, renombrada centro histórico, para ser políticamente correcto; sus ensanches con sus particulares idiosincrasias, el Malecón, que puso una ventana hacia el mar, ese mar tenebroso de donde venían piratas y tormentas. Rescatamos sus ríos, con sus humedales y manglares interiores y la belleza y la pobreza que compiten en un paisaje maravilloso; sus barrios perfectamente caracterizados, ensanches, barrios, villas, urbanizaciones y residenciales, articulados a una trama vial generosa y, a veces, intrincada. Su centro financiero, nombrado Polígono Central, con su look del American way of life y su skyline que se repite en frente a Paseo de los Indios y amenazador con devorar Gascue.
De su gente solo digo que rescato su resiliencia, su capacidad de sobrevivir a tantas promesas políticas, a tantas mentiras electorales y a los políticos que las producen como pompas de jabón.
Todo eso nos deja los retos: lograr una ciudad verde, conectada, inclusiva y democrática. Segura y productiva.
Sí, creo que podemos lograrlo. No sé cuándo ni se cómo, pero algún día.