Toda la vida me ha gustado otear, creo que lo más divertido es mirar hacia abajo, hacia lo lejos. Por eso el tener una azotea habilitada me proporciona ese placer.

Cuando era joven subía por una pequeña escalera, me gustaba tender ropa allá arriba. Pero a medida que fueron pasando los años, ya casi me era imposible subir.

Como estoy pasando por un difícil momento luego de la muerte de mamá, mis hijos vienen con más frecuencia a estar conmigo, a hacerme compañía, pero estaban muy preocupados porque cada vez que venían me encontraban mirando para arriba, no quería salir, ni quería recibir a nadie. Un día se les ocurrió hacerme una escalera de caracol desde dentro de la casa y así poder subir cada vez que quisiera.

Se pusieron de acuerdo, hablaron con el maestro constructor y con el herrero. No querían dejar nada al azar. Es verdad que en ese período de construcción estaba al borde de la locura, entre el polvo, cemento, obreros entran y salen y sin poder acostarme a descansar.

Cuando todo estuvo terminado, lo primero que hice fue habilitar unos cordeles para tender ropa, lavé todas las sábanas y toallas, las tendí al sol y le mandé fotos a mis hijos, disfruté viendo volar al viento todo lo que había tendido, pero mi reprimenda la llevé: “Que si me estaba volviendo loca, tendiendo ropa ahí teniendo mi secadora”. No entendieron que disfrutaba esos menesteres, aunque no he vuelto a tender nada más.

Nunca he sido muy de cultivar, pero descubrí lo relajante que es. Me puse manos a la obra, compré tarros a más no poder, tierra de la que venden en los supermercados, cada vez que iba traía una gran cantidad. A partir de ahí mis amigas más cercanas comenzaron a regalarme semillas, estacas, hijitos, porque mis amigas sí que son de jardín.

Me levanto más temprano que nunca y subo a regar mis plantas, reviso cada hojita o brote que haya nuevo, las repaso una a una y luego me siento en una silla especial a contemplar el cielo, el amanecer.

Una azotea es otro mundo. Bien temprano en la mañana y al atardecer, pasa una bandada de periquitos que van de un lado para el otro con un escándalo inconfundible. Ahí supe el porqué a los niños que hablan mucho le dicen que “parecen un periquito”.

En la Zona Colonial hay dos plagas, de palomas y de gatos. Todo el santo día estos dos especímenes se pasan volando unas y saltando en los techos otros. Tengo que estar muy pendiente para que las palomas no tomen mi techo como parque de diversión, en cuanto a los gatos, gracias a Dios no pueden pasar por la malla ciclónica pero no dejan de ponerse hasta diez en filita en el techo vecino para mirarme.

Es un placer contemplar los rolones y las rolitas volar y posarse en las ramas de los árboles.

Disfruto ver a mi alrededor, porque voy descubriendo cada día algo nuevo. Por ejemplo, desde mi techo puedo ver la cantidad de tinacos que tiene cada casa que me rodea, todo el mundo tiene aire acondicionado, de cada techo sale un tubo que llega al cielo, me dijo el maestro que son los respiraderos. A lo lejos veo las matas de coco, de aguacate, mango y más cerca, plátanos, enredaderas, además de dos árboles gigantes que sirven de hogar a los periquitos. Alcanzo a ver uno que otro vecino, unos en sus balcones, otros en azoteas.

Ese regalo de mis hijos lo he valorado mucho, porque con este calor infernal me subo temprano y espero a mi nieto mayor a que me haga por lo menos media hora de compañía, creo es el único momento que puedo disfrutar de conversar con él sin que esté pendiente de un celular. Otras veces viene mi nieto más pequeño y disfruto al verle montar su patineta. Por las tardes, saco mi “jaragán” me siento a coger fresco y estoy ahí hasta que salen las primeras estrellas.

Disfrutar de mi azotea ha sido una de las cosas que tenía pendiente, subir y bajar cuantas veces me viene en ganas, no sin antes escuchar el consejo de amigas, sobrinos y de Norma de que suba con cuidado por si me caigo.