A la escritora norteamericana Harper Lee y a su novela “Matar a un Ruiseñor” debo el título primigenio de este escrito (La muerte del ruiseñor) que escribí en los soporíferos días de abril de 2017 a raíz del deceso de mi amigo Rafael Molina Morillo.

 

Ahora que hemos rebasado el lustro de su partida, quiero recordar la figura del legendario director de El Día, último patriarca del periodismo nacional; pues, con su “adiós” terminó la legión de cronistas que narraron nuestra cotidianidad por más de medio siglo y que estuvo compuesta por Rafael Herrera Cabral, Francisco Comarazamy, Germán Emilio Ornes, Mario Alvarez Dugan y Radhamés Gómez Pepín.

 

Lo conocí a finales del siglo pasado, era un hombre de personalidad escuálida y silenciosa, con una prudencia proverbial y una discreción bíblica. Había llegado al Listín Diario, donde yo trabajaba en la sección de información internacional e inmediatamente hicimos química.

 

Al percatarse de mis desvelos por la situación del mundo, me dijo una tarde “por qué tú no escribe un análisis sobre la terrible situación que se está viviendo en Bosnia con la guerra yugoslava”. Atendí inmediatamente su requerimiento y para sorpresa mía al siguiente día encontré mi artículo  en primera plana del periódico con un título rimbombante que decía algo así: “un análisis para entender lo que pasa en la exYugoslavia”. Desde entonces, su afanosos días como director del matutino Listín Diario se detenían en mi escritorio para hablar sobre las noticias internacionales.

 

Era inquisidor y profesaba una inteligencia ingeniosa. Sus órdenes se transmitían a través de preguntas simples que envolvían una complejidad socrática en un mundo sin Internet y en el que las noticias extranjeras llegaban a través de ruidosos teletipos.

 

Sin embargo, la enorme admiración que sentía por aquel hombre de figura enjuta y voz apacible me hacía esforzarme para responder a sus inquietudes.

 

Después salí del periódico para concluir mis estudios de Derecho y cuando me lo volví a encontrar presidía una comisión de reforma de las leyes del sector comunicación que había sido nombrada por decreto presidencial y que yo integraba junto a una pléyade de juristas y periodistas.

 

Un par de años después, el trabajo de la comisión terminó y lo entregamos al presidente de la República. Entonces, el Dr. Molina me sugirió que continuáramos juntos haciendo cosas. Así emprendimos “causas y azares”. Siempre me pedía hacer los razonamientos legales, porque, pese a su condición de abogado, solía decir que él solo era periodista.

 

Creo que a mí me pasó lo que a muchos, que creímos que el Dr. Molina era eterno, que el ruiseñor de los Buenos Días no silenciaría su trino mañanero.