El día que Elvis Aaron Presley (1935-1977) murió le pregunté a mi papá quién era ese señor. Aunque su respuesta fue una mueca desaprobatoria por mi ignorancia, pronto sabría que Elvis sería quien a mí me viniera en gana. Nacía un mito.

 

No era por el mameluco estrafalario, harto visto entre los artistas de moda, Johnny Ventura, KC & The Sunshine Band o el Conjunto Quisqueya. Tampoco el sobrepeso del hombre en la fotografía del Listín Diario de ese día. Los robustos Mama Cass y Barry White fueron grandes favoritos en los años setenta.

La imagen del artista cuya muerte lamentaban mis padres me lució anticuada. Eso me pareció Elvis de entrada, el día de su salida definitiva de los escenarios de este mundo, en el albor de mi adolescencia en ese Santo Domingo que pronto cambiaría de tantas maneras.

Desde la República Dominicana, la Era Disco parecía haberse tragado vivo al que enterraban en Memphis. Dancing Queen del grupo musical sueco ABBA reinaba imperiosa en el dial dominicano y no hubo mejor regalo de angelito entre mis amiguitas ese año, que el disquito de 45 RPM con esa canción.

No faltaban voces que acusaban a adolescentes como nosotras de estar sometidas a la transculturación por escuchar “música americana”.

El cine llegaría al rescate, para ayudarnos a poner verdades sistemáticas en correcta negación.  En 1979, el director John Carpenter hizo la cinta Elvis  para televisión exhibida como película de cine en el mercado internacional, con el entonces popular actor Kurt Russell en el rol protagónico y la veterana Shelley Winters como la madre del artista.

Elvis Presley, el hombre y el mito.

Mi papá no tuvo que apurarme a verla. Dos años después de preguntarle quién era Elvis, esperaba la película con interés. El primero estimuló la afición de sus hijos por la música popular que fuere. No le alcanzaban las ideas de censura antiestadounidense o antiimperialistas a ultranza, tan en boga en el fundamentalismo de movimientos políticos latinoamericanos en esos años.

Tres adolescentes en los años cincuenta fanáticos de Elvis.

Una maestra de la secundaria dudó de mi buen gusto, cuando no concurrí en el suyo por la Nueva Trova cubana. Los gustos musicales son soberanos, temprano nos enseñaron en casa, pero no con sermones, solo con un variado repertorio de elepés y un picó (pick-up) Pioneer, para que oyéramos lo que quisiéramos.

Como en muchas casas, había decenas de elepés de un sinúmero de artistas: Nat King Cole, Danny Rivera, Los Guaraguao, Félix Del Rosario y Los Magos del Ritmo, La Pandilla, etc. La variedad nos alejaría de esos fanatismos dictados por fuerzas que esconden atentados a la libertad de expresión y pensamiento.

La película de Carpenter me ayudó a dar a Elvis Presley el orden de prelación correspondiente, pero más que esa producción fílmica, fue la postrera beatlemanía que abrazamos mis amigas y yo un año antes, la vía que me educó en el artista fusionista nacido en Tupelo, Misisipi, que mezcló el blues, el country y góspel en su amplio cancionero.

En octavo grado descubrimos un viejo elepé: Meet The Beatles (1964). Lo encontramos en la colección de discos en casa de mi amiga Claudette López-Penha, y empezamos a estudiar la antología musical de esa agrupación como si fuese una asignatura escolar. De sus más notables admiradores, los cuatro adolescentes de Liverpool en la década del cincuenta, pronto entendimos la impronta de Elvis.

Soledad, hermana más joven de mi amiga Soraya, para llevarnos la contraria, compró varios elepés de Elvis y los oía a todo volumen desde el cuarto contiguo para hacernos la competencia a nosotras, con nuestros otros elepés de Los Beatles, que fuimos comprando poco a poco hasta completar la colección.

Décadas después la recordaría cuando Quentin Tarantino sindicó que hay dos clases de personas, a las que les gusta Elvis y a las que les gustan Los Beatles. Gracias a Sole me aprendí de memoria los grandes éxitos del solista, saliendo de las bocinas estruendosas de su habitación.

El mito de Elvis empezó a crecer desde el momento que falleció el individuo. Nada lo detuvo o le hizo mella. Ni siquiera la muerte violenta de John Lennon (1940-1980), tres años después, compitió con su leyenda.

Por eso llamó mi atención un comentario crítico leído en una red social. Sostenía que la nueva película Elvis, estrenada en 2022, lo hace ver como un tonto.

Pero ¿cuál Elvis? Los mitos no se ponderan y menos en una obra de ficción sobre ese personaje en pleno siglo XXI.

A estas alturas, Elvis los hay tantos como quieras, rebelde sin causa, anticomunista, galán de Hollywood, soldado, de espectáculo de Las Vegas, bravío como lo supuso John Carpenter, cobarde delatando a los Black Panters y a Lennon con Nixon, vagando por la Ruta 66 envejeciente, adicto a los barbitúricos, agente federal independiente contra las drogas, extraterrestre.

El verdadero Elvis hace tiempo que desapareció del imaginario colectivo. Lo que sobrevive se amolda a los sueños de cada uno, porque el Elvis real e histórico se ha tornado insignificante ante la construcción social de su leyenda.

Elvis no es un personaje unitario y Baz Luhrmann lo comprende. Lo sintetizó en un gran acto de seis exuberantes episodios, propio del estilo cinematográfico exótico de ese director. El cineasta australiano abarcó el amplio significado continental y mundial de su acto artístico.

Fue un representante protagónico en el giro más curvo de la cultura musical americana. Si tuvo las ideas políticas ultraconservadoras que se le imputan, a diferencia de Lennon, más cercano al otro extremo del péndulo, no es por ellas que se lo recuerda.

Luhrmann escenificó al Presley importante, el artista sobre el escenario. Allí fue otro descubridor. Se había visto tierra americana, pero sus etnias debían empezar a reconocerse una a otra culturalmente, y algo no menos pendiente, reconocerse mejor a sí mismos sexualmente.

Los marinos mercantes cruzaron el Atlántico con sus elepés y sencillos de 45 hasta el puerto a la vera del río Mersey, y el cine de Hollywood transportó a Elvis a los demás continentes. El coronel Parker, su legendario mánager, le sacó una visa oliente a acetato y celuloide.

¿Cómo eran los jóvenes estadounidenses antes de las grandes guerras, la Era de la Depresión y Presley?

Daniel Mendoza Bolaños, cita en un ensayo reciente los apuntes de Pedro Henríquez Ureña, cuando vivió a inicios del siglo XX en Nueva York a los veinte y tantos años:

“Los dos males que ve el joven en la sociedad norteamericana son el orgullo sajón en el que descansan las tendencias imperialistas, la moralidad puritana y los prejuicios raciales o de secta; el otro es el espíritu aventurero que originó el comercialismo sin escrúpulos y el sensacionalismo invasor y vulgarizador.”

El Elvis de Luhrmann es un superhéroe de comics, que redime a la juventud norteamericana de la generación de la posguerra del primero de esos males.

El segundo de los males sociales analizados por P. H. U., el director de cine se los asigna al personaje antagónico, el coronel Parker interpretado por Tom Hanks, sin que sea su papel más afortunado. Hanks ha sido tanto héroe que olvidó cómo hacer de villano antológico. Su coach Dugan en A League of their own (1992) es la prueba de que tiene ese talento.

Por el contrario, Elvis, magníficamente interpretado por Austin Butler, hace de la película un tributo histérico a la revolución sexual que se desató con sus bailes desinhibidos.

Para describir a su hija adolescente, bailando música disco, Elena Poniatowska escribió en su novela El amante polaco (2021): Vi a mi hija Paula bailar con tantas ganas que la desconocí; me reveló algo inquietante de sí misma.

Algo así ocurrió en una dimensión social a mitad de siglo XX con este excepcional artista. Triple amenaza con voz de barítono, un sonido de tesitura tan varonil como su estimable sex appeal; una voz que en sus tonos graves, ligeros y brillantes acompasan con sus bailes y atuendos, y la ejecución frenética de las cuerdas.

Rubio de nacimiento ocultaba con tintes azabache la abundante cabellera sobre su elevada estatura, acaso para sentirse más cercano a sus héroes musicales afrodescendientes.

Hace unos días, mi amiga Jarouska Cocco me pasó la interrogante ¿qué le preguntarías a Madame Bovary? Le contesté que a Emma Bovary nada, mis preguntas serían para Gustav Flaubert, creador de la simultaneidad literaria, que sus compatriotas, los hermanos Lumiére llevarían a las pantallas.

Elvis de Luhrmann es flaubertiana a niveles sublimes. Los primeros quince minutos son antológicos movimientos del tiempo y espacio narrativos. La trama avanza como una especie de composición musical en que se van resolviendo intervalos musicales y anecdóticos en la vida de E. P., hasta llegar a una escena de inédita belleza cinemática en su tercer acto.

En un cuadro de cine tríptico, propio de las películas de años setenta bajitos, el relato personal del protagonista y la historia social de la “música americana” quedan resueltos.

En esos segundos Elvis, la película nos lleva al cenit.

La escena es un acorde visual y sonoro de tres notas de su primer hit That’s all right, (1954). Luhrmann configura claramente a su Elvis, un espectáculo de fusión de los ritmos de origen africano y el folk interpretada con instrumentos europeos.

En ese folleto multimedia de tres partes hay un trío de voces en armonía: canta la parte libre del hombre negro segregado maravillando al niño marginado durante la Depresión; canta el joven con sangre escocesa, cheroqui e irlandesa buscando el sueño americano; y, canta Elvis, un rey de lentejuelas en Las Vegas. En segundos, el australiano contó siglos de historia social americana.

Hay una labor inútil que se reproduce en las redes sociales. Son unos inventarios realizados por mentes suspicaces, para establecer qué es real y falso de una novela o una película. En “El hilo y las huellas, Lo verdadero, lo falso, lo ficticio”, Carlo Gizburg apunta:

“De la selva de las relaciones entre ficción y verdad hemos visto despuntar un tercer término: lo falso, lo no auténtico. Lo ficticio que se hace pasar por verdadero. Es tema que causa incomodidad a los escépticos, porque presupone la realidad: esa realidad externa que ni siquiera las comillas logran exorcizar.”

Al fiscalizar de ese modo la narrativa de ficción, el escepticismo pierde de vista la parte más disfrutable del cine: la licencia creativa.

¿Estuvieron juntos Sister Rosetta Tharpe, B. B. King, Little Richard y Elvis en una noche bohemia reunidos? La certeza es irrelevante. Lo que importa es que están reunidos antológicamente. Están unidos en la historia de la gente que cohabitamos este continente perdido entre aguas por siglos como nuestra tierra prometida. Luhrmann construye esa ficción real y falsa a la vez, en una escena excelsa de edición para cine y acompañamientos de la banda sonora.

Me adhiero al Elvis inventado por el cineasta australiano porque he resuelto con él la cortada de ojo que me dio mi papá cuando tenía doce años y tuve el desparpajo de decirle que no sabía quién era Presley, por no ocuparme de leer periódicos todos los días como me lo pedía.

Es su Elvis un tributo a la cultura afrodescendiente, plena en intervalos musicales que nos hacen sentirnos dichosos de estar vivos. Luhrmann sugiere al artista como un luchador por los derechos civiles en el clóset, no pudiéndose escapar de sus propios demonios ni del comercialismo sin escrúpulos más que en sugeridas canciones que hablan de tolerancia y hermandad.

Puedo comprender la fascinación de sus contemporáneos por tan sugerentes estímulos al cambio cultural, incluidos aquellos a quien Elvis, el individuo, rechazó. Fue curioso llegar a la adolescencia el mismo agosto que Elvis se hizo leyenda y fue especialmente lindo que la bullosa Soledad Verónica Pérez Gautier me introdujera a su antología musical.

She’s a good girl, crazy about Elvis