El funcionamiento del grupo no estuvo exento de conflictos, rápido aparecieron diferencias, tensiones. Tambien afinidades entre sus miembros, nostalgias, angustias y búsquedas de soluciones a necesidades fisiológicas y afectivas.

Mis desacuerdos con Enriquillo, jefe de grupo, no se hicieron esperar. Me resistía a aceptar su noción de “centralismo democrático”, donde las decisiones fluían siempre de arriba hacia abajo y nunca al revés. Otros compañeros tenían la misma opinión, sobre todo el Bacán, con quien yo compartía algunas inquietudes intelectuales y el interés de aprender algo de ruso, él para enamorarse y yo para indagar como vivían los rusos.

Con Juan, afable y humilde joven, también recién casado igual que yo, compartía la amargura de estar lejos de la mujer amada y el hijo en camino.

Todos teníamos nuestras necesidades particulares. Desde los primeros días, Enriquillo movilizó a todo el instituto para que incorporaran el arroz en el menú, porque, aunque la comida era muy buena, para él una comida sin arroz no era comida. Como no consiguió que se diera satisfacción a su demanda, optó por aumentar su ración de “carne”, iniciando un romance con una corpulenta camarada jamaiquina.

El Bacán, que andaba siempre detrás de las nórdicas, lo que encontró en la ruta fue una mexicana y eso agarró, pero continuó detrás del ganado blanco hasta finalmente calgar con una rusa, como la quería: pelo rubio y ojos azules, pero también con muchas arrugas.

Ruperto, eterno amargado, su primer reflejo fue comprar un picó para pasarse las noches escuchando sus discos de Rafael Encarnación, entre humo y alcohol.

Tabaquito terminó convirtiéndose en una bola de humo. Solo el tufo a vodka nos permitía saber que detrás de la humareda se escondía un negrito flaco con los ojos rojos como dos bombillitos de navidad.

Víctor C, más rápido que Speedy Gonzales, a los pocos días de llegar, convenció a una libanesa de que el internacionalismo proletario también era asunto de cama.

Víctor D, rápido cayó en una profunda depresión, no soportó estar lejos de su mujer y decidió regresarse a Santo Domingo. Nos reunimos varias veces con él para que reconsiderara su decisión, pero no hubo forma de convencerlo; dos tetas pueden más que dos carretas, empacó y se marchó.

Algunos compañeros se informaron, a través de otros camaradas que llegaron al instituto antes que nosotros, que había algunas rusas del servicio (lavandería, cafetería, cocina), que tenían como fuente de ingreso extra el ejercicio de la más vieja profesión del mundo y comenzaron a resolver con ellas.

Ruperto fue uno de los primeros en hacer esos contactos con un camarada haitiano, pero con la mala suerte de que el día que una rusa del servicio de lavanderia acudió a la cita que el haitiano le había organizado con él, el Bacán, que conocía el plan, desde que la vió entrar al pasillo, le hizo seña de que la habitación donde estaba su hombre esperándola era la mía.

El pobre Ruberto se pasó la noche esperando a su mujer, escuchando sus bachatas envuelto en humo y ahogdo en alcohol,  y con más rabia que un perro con dolor de muela.

Al otro día me enteré de que andaba diciendo que iba a fabricar un puñal con uno de los hierros de su cama para matar a dos perros traicioneros.

Nunca me creyó que se trató de una bellaqueía del Bacán, pero lo calmé reprogramándole la cita con la rusa. Otro cliente, dispuesto a pagar mejor que un tacaño banilejo, no le venía mal.

Creo, que aparte del compañero que desertó a los primeros días de nuestra llegada, él fue el que confrontó mayores problemas de adaptación. Era notorio su desarraigo, nostalgia de su entorno. Entendía su situación, entre Hondo Valle y Moscú no había el más mínimo punto de encuentro.

Un día lo alcancé a ver solo en el comedor y me fui plato en manos a acompañarlo, me preocupaba su recogimiento. Le pregunté si le gustaba la comida y me dijo que no era mala, pero que se estaba muriendo por comerse un moro de habichuelas rojas. Le prometí que iba a ver lo que podía hacer para organizar la preparación de una comida dominicana. Yo sabía que algunos grupos del mundo árabe tomaban prestada la cocina para preparar cosas de sus países, hice la gestión y a los pocos días conseguimos el permiso, pero el problema era los ingredientes. Sabía dónde conseguir arroz, pero no tenía idea dónde encontrar habichuelas rojas. Una tarde, salimos junto a uno de los tres camaradas haitianos que había en el instituto y, después de una larga e infructuosa búsqueda, se me ocurrió que tal vez en la Universidad Patricio Lumumba, donde había muchos estudiantes latinos, podíamos encontrar alguien que nos informara donde conseguir las benditas habichuelas. Efectivamente, nos encontramos con un colombiano que nos dijo donde podíamos encontrarlas. Llegamos al lugar y ciertamente había, pero no rojas, sino negras. El haitiano, que prefería las negras, se puso feliz, Ruperto en cambio se sintió decepcionado, pero a regañadientes las aceptó, eran esas o ningunas. Hicimos un moro con pollo guisado. Ruperto se dio una hartada de moro tan grande que al día siguiente tuvo que ir el plomero a desbloquear el inodoro de su habitación.

Pese a su enojo inicial conmigo, este pobre campesino, amargado y taciturno, fue uno de mis mejores panas en el grupo. Conversabamos mucho y compartimos algunas cosas, aunque nunca su pretensión de que la música que él escuchaba en su picó era mejor que la de Georges Bizet, de la ópera Carmen que fuimos a ver juntos al teatro Bolshoi.

—Los músicos de tus bachatas también son muy buenos,  pero carecen de instrumentos; con piano, violín, violoncelo y violón, y algunos instrumentos de viento, de seguro que le ganan a Mozart —le decía para conformarlo.

*Tomado de mi libro Una vida en tiempos revueltos (autobiografía), 2018, editora Mediabyte, Santo Domingo, R.D. 213 p. (páginas 86-103).