Llegamos a Moscú el 23 de septiembre de 1979, en las primeras horas de la tarde, pero ya estaba oscuro como el fondo de un pozo. A la salida del avión, nos dirigieron a un corredor que nos condujo a un salón donde nos esperaba un intérprete, un joven delgado y de mediana estatura, impecablemente vestido, que hablaba un español mucho mejor que el nuestro. Recogió nuestros pasaportes, se los entregó al agente de inmigración y cinco minutos más tarde estábamos en la puerta, donde nos esperaban tres autos, negros y largos como carros fúnebres.

Tomaron una ancha autorruta y, minutos después, una estrecha carretera que nos internó en una foresta. No veía la hora de llegar. “Estos KGB (Comité para la Seguridad del Estado) nos llevan a algún lugar a fusilarnos y dejarnos tirados en el monte”, llegué a pensar en algún momento, pero recordé que nos habían dicho en el partido que antes de entrar al instituto nos llevarían a algún lugar a descansar dos o tres días. Eso me consoló.

Efectivamente, finalmente llegamos a una dacha (casa de campo rusa). Era una bella casa, aunque en su interior no quedaba mucho del lujo que debió tener en sus orígenes, solo algunos vestigios de decoración de buen gusto (lámparas, viejos tapises, mesas antiguas) y la solidez de su construcción. Era enorme, varios dormitorios y salones con chimeneas de leña. Debió pertenecer a alguna familia de la alta clase media rusa de finales del siglo XIX, momento en que, de acuerdo a mis lecturas, se puso de moda ese tipo de casas secundarias entre las gentes más favorecidas económicamente en ese país.

Allí nos pasamos tres días, comiendo, durmiendo, jugando ajedrez, incluso, tratando de esquiar. El bosque contiguo ya estaba tapizado de un manto blanco que redobló su espesor con una precipitación de nieve que cayó la misma noche que llegamos. Recuperamos unos viejos esquís que había en el trastero y salimos, muy mal abrigados, a iniciarnos en ese deporte que solo habíamos visto en las películas. Terminamos frizados y exhaustos, no tanto por “esquiar”, sino por los repetidos estrellones.

Los días en la dacha, más que un merecido descanso por el largo viaje, siempre lo interpreté como una medida de prevención de la sanidad rusa. Fue la única explicación que le encontré al chequeo médico y análisis clínicos que nos hicieron durante nuestra estadía. Nos pesaron, nos midieron, nos pincharon como pasientes sospechosos de tener una rara enfermedad. Para mí, simplemente querían asegurarse de que no éramos portadores de ninguna enfermedad contagiosa o de alguno de esos bichos raros que abundan en los países tropicales que pusiera en peligro a su población. La paranoía rusa.

Desde que llegamos al instituto, nos asignaron un intérprete que hablaba un español impecable. También un profesor responsable. El profesor Arcadio (un seudónimo, desde luego), era un viejo cuadro del Partido Comunista Ruso, con porte de KGB, que había sido enviado a una misión a Cuba, donde aprendió a hablar español, aunque con un marcado acento ruso. A los loros viejos le cuesta aprender a hablar.

La cabeza del profesor Arcadio era un enorme almacén de datos sobre la historia del movimiento obrero internacional y del Partido Comunista Ruso. Con frecuencia lo veía en la biblioteca frente a una montaña de libros escritos en varios idiomas. Hablaba cinco lenguas, y podía leer en ocho.

En nuestro primer encuentro con él nos instruyó olvidarnos de nuestros nombres de pila y adoptar seudónimos, con los que debíamos funcionar hasta nuestro regreso a  Santo Domingo. Al día siguiente, le entregamos la lista de los seudónimos adoptados. Pero, en la práctica, la mayoría funcionamos con seudónimos relacionados con el aspecto físico, comportamiento u oficio. En el mismo trayecto del viaje fueron apareciendo esos sobrenombres: Tabaquito, para nombrar al compañero que más colillas de cigarrillo dejó regadas en el hotelito donde se hospedó en Madrid; El Bacán, por creerse el buenmozo por el que suspiraban las mujeres; el Monsieur, porque parecía haitiano, el Sastre, por su oficio… Conmigo fueron indulgentes, me dejaron con mi seudónimo oficil, Ignacio Agramonte.

El profesor Arcadio, que además de almacenar en su cabeza una infinidad de datos sobre la historia del movimiento obrero internacional también tenía espacio para archivar la historia de Cuba y otros países de América Latina, me preguntó un día si sabía lo que había significado Ignacio Agramonte para la historia de Cuba. Le dije lo poco que conocía sobre la destacada participación de este hombre en la primera fase de la guerra de independencia de ese país, durante la segunda mitad del siglo XIX. Le expliqué además que justamente se me ocurrió ponerme ese seudónimo porque mi abuelo materno también era Agramonte y tenía sus raíces en el oriente de Cuba. Después de escuchar mis explicaciones, me sugirió que debería investigar si los Agramonte de Camagüey y los de mi país eran los mismos. Le respondí que eso no me interesaba, que ya en República Dominicana había bastantes familiares de notables y héroes viviendo como reyes a expensas del gobierno y eso me bastaba para no tener ese tipo de pretensiones. Agregar otro, que fuera a buscar su origen de familia notable en Cuba, sería aumentar el gasto.

Al fin logré sacarle una sonrisa a esta enciclopedía andante.

Las instalaciones del instituto y su equipamiento eran impecables. Salas de conferencias, cine, bibliotecas, laboratorio de idiomas, salas de estar, cafeterías, amplio comedor, un cómodo espacio donde los fines de semana organizaban una disco para bailar, servicios de lavandería, oficina de correo, consultorio médico y dental. En fin, todas las necesidades resultas.

El programa de estudios era bastante riguroso. Varias materias, una cada día, de 9:00 am. a 12:00 pm. (economía política, filosofía, psicología, historia del Partido Comunista Ruso, historia del movimiento obrero internacional, seguridad). Todas las tardes, después del almuerzo, las conferencias, siempre muy largas.

También formaba parte del programa las visitas a instituciones del Estado, el Kremlin, la Duma, comités del partido y sindicatos, así como las actividades culturales, museos, casas de cultura, conciertos de música clásica, Circo de Moscú, incluso una visita al Bolshoi durante la presentación de la ópera Carmen, un privilegio reservado a los invitados extranjeros y personas bien colocadas en las instituciones del Estado y el partido. El ciudadano común moría sin poner un pie en el Bolshoi.

*Tomado de mi libro Una vida en tiempos revueltos (autobiografía), 2018, editora Mediabyte, Santo Domingo, R.D. 213 p. (páginas 86-103).