El PCD tomó siempre muy en serio la formación política de sus cuadros. El envío cada año de algunos de sus militantes al Instituto Internacional Lenin de Moscú fue parte de esa preocupación. En 1979 fuimos 13 compañeros, uno de los grupos más numerosos por aquellos años. Siempre se designaba un jefe de grupo, en los días previos a la partida. En mi grupo, la jefatura recayó sobre uno de mis compañeros del Comité Regional Sur, por ser el más viejo en la organización.

Sobre la marcha, en un largo trayecto, que implicó cambios de avión en varios aeropuertos, Maiquetía, en Venezuela; Tenerife, en Isla Canarias; Barajas, en la península; Ginebra y Zúrich, en Suiza, tuvimos que ir haciendo ajustes en la conducción del grupo. Al igual que los demás integrantes del grupo, a excepcion de uno que residía en Nueva York, era la primera vez que yo salía del país, pero probablemente el más avispado. No tardé en darme cuenta de que si no me ponía a la cabeza del grupo, al menos hasta que llegáramos a Moscú, se iba a quedar alguien perdido en el camino. Estuve siempre atento del más mínimo detalle a la hora de abordar o descender del avión. Creo que es el único viaje que he hecho en mi vida en ese estado de alerta. Con el tiempo, he agarrado la manía de quedarme profundamente dormido en los autobuses, trenes o aviones que tomo. Si un día se vuelca, descarrila o cae uno en el que yo vaya, ni cuenta me daré.

Cuando llegamos a Barajas, tomamos un autobús hasta la Plaza de Cibeles. De allí caminamos alrededor de un kilómetro sobre la avenida José Antonio (hoy Gran Vía) hasta encontrar por esos alrededores tres modestos hoteles donde ubicarnos los trece. Nos fue imposible encontrar alojamiento para todos en uno que se ajustara a a nuestro ridículo presupuesto (los chelitos que nos dio el partido para alojamiento y comida en el trayecto).

Al día siguiente, pasamos a la Embajada Soviética a recoger las visas, unos papelitos separados del pasaporte, supuestamente para no dejar rastros de que ibamos para la Unión Soviética. Nunca entendí el procedimiento, siempre supuse que los servicios de inteligencia de Estados Unidos tenían en todos los aeropuertos y grandes estaciones de trenes de las diferentes ciudades de Europa, agentes controlando quién subía o bajaba de un avión de Aeroflot o de un tren, con destino a los países del Este o procedente de ellos.

Después de dos días en Madrid, a puras tapas y vinos baratos en mesones de poca monta, partimos para la Unión Soviética. Coordinar la salida para el aeropuerto de trece personas que salían por primera vez fuera de su país, y además hospedadas en tres hoteles diferentes, no fue nada fácil.  Llegamos a Barajas con más de media hora de retraso para el embarque, supongo que no nos dejó el avión porque, aparte  de ser un grupo numeroso, la tripulación de Aeroflot debió haber recibido información de la embajada soviética de quienes eran los saltapatrás que estaban en retardo.

Como cabecilla improvisado del grupo, me puse de primero en la fila para el chequeo.

—¿Cuántos pasajeros sois?

—Somos trece.

—Trece plastas  –murmuró la señora, mientras realizaba el chequeo.

Ciertamente señora, trece plastas. La desastrosa comida que nos dieron ayer en Iberia nos dio diarrea a todos y, desde que nos bajamos del avión, nos fuimos derecho a cagar a la Puerta de Alcalá. Es justo que un día los españoles recojan la mierda de los negros que fueron a tirar a América, ¿no cree usted?

Pensé que llamaría a la seguridad del aeropuerto, pero se quedó pasmada y nos chequeó rápidamente a todos sin volver a abrir la boca. Tal vez entendió que los españoles que fueron por primera vez a América, además de esclavizar y matar indios y negros, nos enseñaron todas sus palabrotas y tenía en frente a un aventajado alumno en el arte de decir malaspalabras.

Esta señora no tenía la culpa de lo que hicieron los españoles en América cinco siglos atrás, pero tampoco tenía derecho a tratarnos de plastas por estar en retardo, y mucho menos por ser negros, si esto último fue lo que motivó su insultante comentario.

En Ginebra hicimos otro cambio de avión, que a su vez se detuvo en Zúrich para dejar y recoger pasajeros. Me tocó de compañera de asiento una elegante dama argentina que estaba de vacaciones en Suiza. Me contó que ya regresaba pronto a su país, pero no quería marcharse sin conocer la capital económica de la Confederación.

—¿Ustedes también andan de vacaciones?

Para despitarla, y también teniendo en cuenta mi talaje y el de mis compañeros de viaje, esta fue mi respuesta:

—No, somos un grupo folclórico de la República Dominicana. Terminamos mañana nuestra gira en Zúrich con una presentación de danzas campesinas.

—Qué bien. En mi país deberíamos hacer lo mismo. Tenemos un bello folklore.

—Éxitos en su presentación y buen retorno a su país —me dijo cuando se paró a recoger su equipaje de mano.

Desde que me dio la espalda, apreté los músculos de la cara para no explotar de la risa.

*Tomado de mi libro Una vida en tiempos revueltos (autobiografía), 2018, editora Mediabyte, Santo Domingo, R.D. 213 p. (páginas 86-103).