La diversidad étnica en el instituto daba lugar a relaciones interétnicas fluidas entre los grupos con afinidades culturales. Así, los dominicanos hicimos rápidamente buena camaradería con los venezolanos, colombianos, panameños, haitianos, mexicanos, brasileños, gentes de culturas próximas. Los nórdicos, sureuropeos, africanos, magrebíes, árabes, hacían lo mismo. Algunos países, en cambio, enviaban tanta gente que se bastaban a sí mismos, este era el caso de los yemenitas.
Yemen del Sur, primer Estado socialista del mundo árabe, para esos años enviaba anualmente grandes contingentes de jóvenes a formarse en el instituto. Junto con nosotros llegó un grupo de más de cien. Pero no solo eran los más numerosos, sino también los más borrachos, incluso, más que los nórdicos.
De los nórdicos era comprensible el hábito de consumir mucho alcohol, pero nunca me hubiera imaginado que los yemenitas, de tradición musulmana, bebieran más que los peces. Parecía que fueron a tomarse a Moscú todo el alcohol que por generaciones se habían cohibido de tomar en Yemen.
Un día, el responsable del grupo informó a la dirección del instituto que se había desaparecido uno de sus miembros. La seguridad se movilizó rápidamente y, dos horas más tarde, estaba el hombre de vuelta en el instituto. Lo encontraron muerto de la borrachera, tirado en el suelo, cerca de la estación del metro Ploshchad Revolyutsii. La temperatura estaba muy por debajo de cero. Si no se hubieran dado rápido, lo encuentran convertido en un pedazo de hielo.
Cuando me informé del incidente, me quedé pasmado. “¿Cómo diablo hicieron para encontrar tan rápido a un borracho en una ciudad de más de una decena de millones de habitantes?”.
Recien llegado, yo también me dí una tremenda perdida, pero no por estar borracho, aunque también me bebía mis pivas (cervezas en ruso) de vez en cuando. Tan poco di tiempo a que la seguridad saliera a buscarme.
Una tarde tomé el metro y me fui al Gum, la tienda por departamentos más grande de la ciudad en ese momento, frente a la Plaza Roja. Siempre tuve claro que las visitas guiadas de muy poco me servirían para enterarme de cómo vivían los rusos, que para ver lo que otro no quería mostrarme tenía que salir a la calle solo o acompañado de algún otro compañero que tuviera también un cierto sentido crítico.
En el Gum, me pasé toda la tarde mirando vitrinas. Fue mi primera observación de la sociedad rusa. La resumí en una pregunta: ¿cómo es posible que una potencia, que le está disputando la supremacía del espacio a Estados Unidos, fabrique zapatos de peor calidad que los que produce Honduras o Guatemala? Los zapatos eran solo una muestra, casi todo lo que se producía era de pésima calidad, desde los calcetines hasta los carros Lada, pasando por el papel higiénico: unos recorticos de papel tiesos y cuadriculados que solo servían para embarrarse los dedos limpiandose el trasero.
Y no era solo un problema de calidad, sino también de cantidad. Escaseaban muchas cosas.
Retomo mi perdida. De regreso al instituto, no solo tuve la mala suerte de tomar el tren en dirección opuesta, sino que me quedé profundamente dormido. Las ocho horas de diferencia entre Santo Domingo y Moscú desorganizaron mi reloj biológico, y los primeros días me los pasé sin poder dormir en la noche y durmiéndome hasta parado en el día. Literalmemente, me convertí en una lechuza macho.
Cuando abrí los ojos, el tren estaba inmóvil y totalmente oscuro. “Me jodí, aquí tendré que quedarme hasta que el metro reanude sus actividades mañana por la mañana”.
Pero minutos más tardes prendieron las luces y el tren comenzó a moverse lentamente. ¡Viva Dios! Tan pronto llegué a la primera estación, salí disparado como un bólido para afuera. Tomé la escalera eléctrica, no veía la hora de salir a la superficie, son escaleras interminables. El metro de Moscú se construyó no solo como medio de transporte, sino también como refugio en caso de ataque enemigo. Para algo sirvió la paranoia de Stalin. Durante la guerra, el metro fue un lugar seguro, donde incluso llegaron a celebrarse reuniones del poliburó del PCUS.
Cuando salí a la superficie, lo que encontré en frente fue una arboleda. Otra vez la misma sensación: “Me jodí, he venido a parar a una foresta”.
Pero alcancé a ver que detrás de la arboleda había luces y marché en esa dirección. Después de aproximadamente un kilómetro de marcha, bajo un frio glacial, llegué a lo que parecía ser una estación de tren de cercanías. Allí estuve un poco más de media hora con los pies y las manos heladas, hasta que apareció uno de los escasos taxis que circulaban en la ciudad. Por suerte, el taxista machacaba un poquito el inglés, el mío era tan desastroso como el suyo, pero pude explicarle que me llevara a la estación Leninsky Prospekt, que estaba muy cerca del instituto. Sorprendido, me preguntó que por qué no tomaba el metro, indicándome para donde justamente yo acababa de salir. Me dijo que yo iba muy lejos y el taxi me iba a salir bastante caro (reacción solo comprensible en una sociedad donde hasta los limpiabotas eran empleados del Estado). Eran cinco rublos, mucho dinero en comparación con los cinco kopeks (centavos) del metro (todo tenía precios ridículos, aunque así también eran los salarios). Pero lo que para él era caro, para mí era mi salvación. Le dije que era turista y que prefería hacer el trayecto en taxi para ir conociendo la ciudad.
Atravesó todo Moscú para dejarme frente al instituto.
Ese incidente no mató mi curiosidad, todo lo contrario, aumentó mis ganas de salir a conocer cosas. Perderme era lo mejor que podía pasarme: una oportunidad más de conocer nuevas cosas y lugares.
Días después, fui con un compañero a visitar un pequeño mercado, donde algunos campesinos de las cooperativas agrícolas (Koljós) llevaban a vender algunos productos (probablemente, aquellos que el Estado no necesitaba acaparar).
Entramos directo a la cafetería. Todo tenía un aspecto deprimente.
—Compa, esto parece un establo —le dije a mi compañero.
Una robusta señora, con cara de luna llena y unos dientes de oro sobre los que se reflejaba la luz, haciendo aún más remarcable la redondez de su rostro, le sacaba la cuenta a un señor con un ábaco. Portaba un largo abrigo de lana que le daba muy por debajo de las rodillas, haciéndolo lucir aún más pequeño. Nos colocamos detrás de él para comprar la comida.
—Compa, encontró su consuelo, ese viejito es más chiquito que usted —me dijó mi compañero, que no paraba de darme cuerda por mi talante de hombre chiquito, cabezón y gambao.
Cuando nos encontramos con el viejito de frente, se creció como un gigante. Tenía prendido en el abrigo una buena parte de las condecoraciones que otorgaba el Ejército Rojo a los héroes de la guerra. Ya había visto otros veteranos de la guerra con sus condecoraciones encima, pero ninguno con tantatas como ese viejito, las medallas le llegaban casi hasta la cintura.
—Debajo de cualquier yagua vieja sale tremendo alacrán. Ese tiene que haberse comido vivos unas cuantas centenas de alemames con todo y huesos —le dije a mi compañero.
—¡Diablo, compa, quién iba a decir que ese viejito tenia tantas rayas!
Al salir, nos miró. Me incliné un poco hacia delante para saludarlo con gesto de reverencia.
—Zdrastvuyti tovorich (buenos días camarada).
Sonrió. Supuse por qué: el español no tiene suficientes sonidos para pronunciar las palabras del ruso.
“Muchacho del carajo, ¿cómo maltratas de esa manera la lengua de Pushkin?”, debió preguntarse.
Compramos la comida (muy barata, solo 25 kopeks). Un poco de puré de papas con un guiso de carne de no sé qué, tal vez caballo. Era comestible, pero nada que ver con lo que comiamos diariamente en el instituto.
Después de comer, pasamos a ver lo que había en el mercado. Los productos se reducían a unas cuantas pilas de repollos y remolachas, nada que ver con la variedad de verduras, frutas y legumbres de los mercados en los países capitalistas, incluyendo los menos desarrollados.
A la pésima calidad de los productos, se agregaba un gran desabastecimiento. Si bien había abundancia de muchas cosas, cereales, pan, té, había una enorme escasez de muchas otras: frutas, verduras. Una naranja era un lujo y una piña nunca la vi.
Todos los rusos guardaban en sus bolsillos una bolsa de mallita, parecida a la mallita del ron Brugal, y donde veían que estaban vendiendo bananos o cualquier otra fruta, se ponían inmediatamente en la fila, aunque esta le diera la vuelta a la cuadra. Más de la mitad de los que hacían la fila llegaban a sus casas sin bananos, no había para todos.
Pero, misteriosamente, en el instituto había de todo. Y ni hablar de la abundancia de caviar, buenos quesos y embutidos en las instituciones del Estado que visitábamos.
Con frecuencia veía en la oficina del correo del instituto a profesores enviando limones a sus parientes y amigos residentes en apartadas repúblicas, como Kazakhstan o Mongolia.
Me resultaba absurdo que un país donde se toma té varias veces al día, preferiblemente acompañado de una ruedita de limón, hubiera tal escasez de ese producto.
Estas primeras constataciones me bastaron para entender que el principal enemigo del régimen soviético no era el llamado imperialismo yanqui, sino su profunda incapacidad para abastecer a su población de bienes.
Si bien en los primeros años de la revolución fue necesario que el Estado controlara la producción y distribución de algunos bienes y servicios indispensables al desarrollo del país, como la generación eléctrica (base de la industrialización) y las redes de transporte ferroviarios (que aseguraban la interconexión entre las regiones, en un país donde la unidad territorial nunca fue evidente), fue una locura extender eso a la producción y distribución de todos los bienes y servicios.
El Estado no puede ocuparse de producir y comercializar repollos. Si no deja a la iniciativa privada que lo haga, sencillamente la gente no tiene repollos en cantidad y calidad en el momento que los necesita.
Había sin embargo cosas interesantes del modelo soviético. Ya los rusos y los demás pueblos que constituían la unión no se morían de hambre y de epidemias como en la época de los zares, y las atrocidades de Stalin, que mató millones de hambre y a tiros, habían quedado atrás.
La clase dirigente disfrutaba ciertamente de muchos privilegios, pero la gente del pueblo tenía adecuados servicios de salud y educación, y un desarrollo cultural que sobrepasaba en mucho el confort material. Esto último, era, junto al desfase entre la sofisticada industria militar y la obsoleta industria civil, uno de los grandes desequilibrios de la sociedad soviética.
Era una sociedad donde, por un lado, escaseaban muchos cosas; por otro, había una política de desarrollo cultural que integraba a la gente al disfrute de los bienes de la cultura, a través de bibliotecas, casas de cultura, salas de música, circos, actividades deportivas. En fin, lo necesario para que todo el mundo pudiera disfrutar de los bienes de la cultura.
Fui por mi cuenta a dos conciertos de música clásica en salas frecuentadas por gente del pueblo. En ninguna parte he vuelto a ver tanto entusiasmo, tanta satisfacción de gente de pie aplaudiendo y lanzando flores a los miembros de la orquesta, como en aquellos lugares.
Era pués un país de contrastes, desarrollado en servicios básicos (educación, salud, transporte) y consumo de los bienes de la cultura, muy atrasado en el abastecimiento de bienes de calidad y super potente en su industria militar y carrera del espacio.
*Tomado de mi libro Una vida en tiempos revueltos (autobiografía), 2018, editora Mediabyte, Santo Domingo, R.D. 213 p. (páginas 86-103).