Nunca me gustó la palabra “salvación”. Desde la época del catecismo supe de su liviandad, de su capacidad de manipulación y de chantaje. En ese tiempo, desde el punto de vista religioso, pensar en la ventura de la “salvación” era también pensar en el tormento de la “condenación”. Si esta última palabra hacía alusión, según la fe que me inocularon desde niño, a las torturas de un fuego quemándonos eternamente en el infierno elaborado por una teología que devendría en fe católica, apostólica y romana, la “salvación” o la “gloria” era, en cambio, pasar a un estado de goce y alegría permanentes, en un lugar denominado paraíso o cielo (siempre según la mitología cristiana), en compañía de nuestro “generoso” dios impuesto, quien, por “amor” a sus “hijos”, y para supuestamente “librarnos” del llamado “pecado original”, se hizo matar vilmente en una cruz para “limpiarnos” de esa mancha maldita de “desobediencia” que había caído sobre las primeras criaturas humanas que Él, el dios judío, había colocado sobre la Tierra, en un lugar de ensueño denominado Edén. Y, según el manual por el que se guía la grey cristiana, su dios no sólo permitió que asesinaran de la forma más infame a su “hijo”, sino que el “hijo” sería Él mismo inmolado, convertido en el “cordero divino” para “redimirnos”.

Así que si no queríamos “condenarnos”, estar quemándonos sin tregua durante toda la eternidad, y si queríamos “salvarnos” y ganar el “paraíso” con su “dicha” sin fin después de la muerte, si queríamos “salvarnos” de tales horrores, debíamos hacer la “voluntad” de Dios, según lo consignaba, con el descaro de esa seguridad pasmosa con que se expresa la gente de fe, la pobre y buena mujer que me impartía el catecismo. Todo aquello, según ella, estaba debidamente establecido en la Biblia, en ese texto que los cristianos nombran su libro “sagrado”, su guía infalible, el que recoge supuestamente la “voluntad” y los “mandatos” de su dios, ese libro que me gusta llamar una novela que integra todos los géneros, y un perfecto manual de ateísmo, o por lo menos de escepticismo o agnosticismo, si se lee con la debida responsabilidad y honestidad, pero muy pocos lo hacen de esta manera, porque a las mayorías de las personas no les interesa mirarle de frente la cara a la verdad.

Muchos años después, a mí que complacería encontrarme en El Anticristo de Nietzsche la palabra “salvación” entrecomillada. Si para algunos “salvarse” es habitar ese reino de la alegría sin fisura, ese “lugar donde no hay mudanzas”, como se dice consignó el “hijo” y el “cordero” de Dios, para mí eso no es otra cosa que puro y descarado chantaje, fábula para entretenimiento de tontos.

Voy a la literatura, a la música, a la música de la poesía y la prosa, a las palabras del arte, a las palabras de mi arte, porque en ellas y con ellas reivindico (fea palabra), creo que de la mejor manera, el sentido de la libertad, de mi libertad, mi anhelo de belleza y verdad

Tanta es mi animadversión al término “salvación” que por eso no acostumbro decir, como lo hacen muchos escritores amigos, que la literatura los ha “salvado”. He dicho y escrito, tal vez más de lo deseable, que a mí la literatura no me ha “salvado” de nada, aunque también señalo con frecuencia es mi soporte esencial. Yo no voy a la poesía, a la literatura en general, buscando “salvación”, lo hago sólo como forma de sostenerme, de la mejor manera posible, en este mundo tan decepcionante, a pesar de sus indudables encantos, los que a su vez devienen, casi siempre, en inevitables decepciones.

Voy a la literatura, a sus verdades, a su belleza, a sus regalos de soledad y de silencio, como forma de hacer menos pesaroso el trayecto de mi discurrir. De la misma manera no podría ir  a la política ni a iglesia alguna, ni tampoco podría adoptar alguna ideología o doctrina “salvadora”.

A esta altura o bajura de mi vida, mi amor por las palabras del arte me lleva incluso a rechazar cualquier corriente estética o doctrinaria en torno a la forma más “adecuada” en que yo deba asumir mi ejercicio literario.

Voy a la literatura, a la música, a la música de la poesía y la prosa, a las palabras del arte, a las palabras de mi arte, porque en ellas y con ellas reivindico (fea palabra), creo que de la mejor manera, el sentido de la libertad, de mi libertad, mi anhelo de belleza y verdad, lo demás es prescindibles relaciones públicas, cherchas faranduleras, muchas de ellas disfrazadas de arte, patéticas festividades que desvirtúan el sentido del silencio creativo, del imprescindible recogimiento, de la meditación y comunión con el alto sentido del ejercicio creativo. Sí, ya sé que muchos dirán que esta ha sido mi manera de “salvarme”. Pero yo sé que es imposible “salvarme” de nada, y hasta asumo gustoso mi condición de irredento. Yo sólo aspiro a que el dios de mi fe me siga prestando su auxilio, como hasta ahora lo ha hecho. Ese dios de mi fe no me engaña con promesas de felicidad en esta vida, ni de dicha eterna en la “otra”, ni tampoco me amenaza con infernales tormentos ultraterrenos ad infinitum. Así que entiendo perfectamente a los que afirmen que esta ha sido mi “salvación”.