El poeta Tomás Hernández Franco, después de sus años de bohemia en París, había regresado a la patria y en Tamboril, junto con el pintor Jaime Colson, consumían grandes dosis de alcohol antes de tomar el tren hacia Santiago para continuar su jornada etílica. Se llevaba muy bien con Trujillo pues poco después de su golpe de Estado había publicado el libro “El 23 de febrero de 1930. La más bella revolución de América”. Nosotros, caída la dictadura, publicamos otro libro “El 23 de febrero de 1930. La más anunciada revolución de América”, donde incluimos 28 artículos de prensa que avanzaban información sobre ese golpe, incluyendo uno de un Juan Bosch de apenas 20 años de edad, quien advertía sobre el advenimiento de una dictadura.

En los años cuarenta Hernández Franco había sido nombrado diplomático en Puerto Príncipe, coincidiendo con los cinco años (1942-1946) de gran hostilidad de Trujillo hacia su antiguo amigo el entonces presidente haitiano Elie Lescot y también coincidiendo con los preparativos para los festejos del primer centenario de nuestra independencia, la cual, a diferencia de los casos de los otros países latinoamericanos pues estos lucharon contra España, surgió de las batallas de los dominicanos contra Haití. Fueron los años en que por primera vez durante el régimen se publicaron fuertes ataques racistas contra Haití encabezados por Peña Battle y Balaguer, entre otros, como forma de atacar a Lescot.

Es dentro de ese ambiente de gran nerviosismo que 24 días antes del 27 de febrero, Hernández Franco envió un cable al canciller Peña Batlle: “Ayer y hoy demostraciones fuerzas militares con mucha tropa, tanques, camiones, transporte, ametralladoras, jeeps y ambulancias. Se dice camiones saliendo con tropas hacia lugares estratégicos”. Tan pronto le llegó ese cable a Trujillo le ordenó a Peña Batlle llamar a la embajada americana para explicarle que el gobierno dominicano estaba concentrando su ejército en la capital para utilizarlo para el desfile del Centenario y que el propósito haitiano era impedir a los dominicanos “realizar una buena exhibición militar”, al obligar a que parte del ejército retornase hacia la frontera. Al embajador dominicano en Washington se le ordenó pedir una cita urgente con el canciller Cordell Hull para ponerlo al corriente. Al verlo le dijo: “Tropas haitianos están moviéndose hacia la frontera dominicana”.

Pero, por casualidad, el embajador norteamericano en Ciudad Trujillo estaba de visita en Puerto Príncipe y desde allí reportaría que se trataba de una práctica con motivo de un desfile militar que próximamente tendría lugar en honor del presidente de Venezuela, Isaías Medina Angarita, quien viajaría a Haití. Ese embajador reportó: “Todo el asunto fue ficción y mayormente fantasía” por parte de Hernández Franco. Cuando el embajador le preguntó al poeta por qué había enviado a su gobierno un reporte tan alarmante, cuando fácilmente podía haber verificado la razón tras ese movimiento militar, la respuesta lacónica de Hernández Franco fue: “Mis instrucciones son reportar todos los rumores a mi gobierno y no me siento obligado a determinar cuán falsos son esos rumores”. La embajada americana pasó esa información a Trujillo quien a los tres días del cable del poeta lo sacó de su cargo, sustituyéndolo por el santón y sobrio Tulio Franco y Franco.

Hernández Franco había fracasado como político, pero tuvo mucho éxito como poeta pues en Puerto Príncipe se codeó con otro escritor diplomático, el cubano Alejo Carpentier, quien seis años después publicaría “El reino de este mundo”. También su paso por Haití le sirvió de inspiración para escribir su célebre “Yelidá”, poema que exalta los amores entre una haitiana de vida alegre y un inocente marinero noruego y que resultaría en el nacimiento de la mulata Yelidá. Ese poema termina con la frase: “Será difícil escribir la historia de Yelidá un día cualquiera”. Y un día cualquiera como hoy, pienso yo, lo mismo puede decirse de Hernández Franco

El vate Percy Bysshe Shelley escribió: “Un poeta es un ruiseñor que se mantiene en la oscuridad y canta entonando dulces sonidos para alegrar su propia soledad”. Eso será “en los países”, pero en este trópico picapedrero, sobre todo durante “la Era”, nuestros poetas actuaban de forma diferente, por lo menos en los casos de Hernández Franco y, como vimos la semana pasada, de Héctor Inchaustegui Cabral.