Nuestra libertad nunca es completa. Nuestras acciones presentes están conformadas e incluso forzadas por nuestras acciones pasadas; nos encontramos enfrentados cotidianamente con elecciones que, aunque atractivas, son inalcanzables”. – Zygmunt Bauman-.

La primera intención de unificar en solo texto las prerrogativas que hacen al hombre igual a su par se conoce como Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, redactada por los revolucionarios franceses que, en contra del régimen despótico de los Luises, en específico el número 16, irrumpieron el orden monárquico y establecieron, luego de varias años de lucha, en 1789 los cimientos de la democracia en Europa.

Los hombres nacen y permanecen libres e iguales en derechos. Las distinciones sociales solo pueden fundarse en la utilidad común”, reza el primer artículo de 17 que componen la tesis revolucionaria. Una necesidad latente entre ilustres engendrados y nacidos del enciclopedismo que alertaron con pluma y espada sobre la importancia de vivir en libertad como un derecho inalienable e intransferible.

Ciento cincuenta y nueve años después, posterior a guerras, hambrunas, genocidios, experimentos con humanos, racismo, xenofobia, y terror. La Asamblea General de las Naciones Unidas, en su resolución 217 del 10 de diciembre de 1948, proclamó un texto más acorde a los tiempos, pero necesario para recordar que cuanto más se afecta la dignidad colectiva, más daño sufrirán las generaciones subsiguientes.

Desde entonces, miles han puesto fe en leyes sustantivas y adjetivas que sirvan de correa de transmisión de la humanización de los procesos evolutivos en todo lo que ello implique, para lograr cerrar las brechas generadoras de los sistemas que por su naturaleza, vulneran los derechos de quienes no poseen los mecanismos para reclamar. Lo que nos obliga a reinventar y reformular los esquemas de garantías que originaron sendos documentos, sin el uso indebido de la violencia.

El mundo sigue siendo hostil y el hombre, no obstante la creación de organizaciones, regulaciones y normativas internacionales, dirigidas exclusivamente a la salvaguarda de los derechos del conjunto, sigue siendo la peor amenaza para la subsistencia del propio hombre. Y, ha transgredido todo sistema de protección y preservación de la dignidad, principal herramienta de esos derechos, con el único fin de controlar, mandar y beneficiarse de las debilidades ajenas.

Preservar al hombre debe ser la tarea de quienes se le ha otorgado, por vía democrática o por la fuerza, el deber de cumplir los mandamientos establecidos en la Declaración Universal de los Derechos Humanos, con la salvedad de que es más útil que preservar la dignidad con bases sólidas en la humanidad que los derechos, pues el primero sustituye y refuerza irrevocablemente al otro.