En unas declaraciones anteriores a los comicios del pasado domingo en Venezuela, el candidato de la oposición, Edmundo González Urrutia, manifestaba que muchas personas se le acercaban diciendo que él era su última esperanza. La verdad es que la ambivalencia entre la esperanza y la desesperanza ha sido un motivo central para ese país desde hace tiempo. En los siglos XIX y XX Venezuela fue tierra de esperanza para dominicanos, portugueses, alemanes y colombianos. Durante todavía más tiempo, lo fue para muchísimos españoles que, desde los tiempos de la colonia hasta nuestros días, concebían oportunidades de crecimiento económico allí.
A pesar de toda esta importación de capacidad de ilusión y de sueños, fue la desesperanza del pueblo venezolano, incrédulo con respecto a la capacidad de gestión de la clase política gobernante, que llevó al poder a Hugo Chávez Frías.
En una transformación increíble de la frase “o por las buenas o por las malas”, Chávez trató de acceder al poder primero por las malas, pero fue por las buenas que pudo llegar a él. No pasó mucho tiempo para que de nuevo empezara a registrarse la desesperanza y en el año 2002 se registró un gran intento de golpe de estado contra él. Es posible que haya habido otros intentos de envergadura que hayan sido desmontados, pero lo que sí es seguro es que durante dos décadas completas ha habido numerosas manifestaciones a través del sufragio de que los administradores de turno no gozan de simpatías unánimes. Más allá de los comicios, existen indicadores significativos de que los venezolanos no tienen ni fe ni esperanza en su país: alrededor de un quinto de la población ha migrado en el cuarto de siglo desde que el régimen actual ascendiera al poder.
En el momento actual hace falta trascender la esperanza y buscar otras cualidades. Por lo visto, tanto el régimen como la oposición se han concentrado en la eficiencia alrededor del proceso electoral. El régimen se mantiene en el poder porque trabajó en el establecimiento de lazos internos (entre otras cosas se reunió con funcionarios electos de la oposición que pasaron a respaldarlos) e invitó a observadores internacionales para que dieran fe sobre el proceso electoral. María Corina Machado, líder de la oposición, más que ninguno de sus predecesores en pretender un cambio de administración, desplegó una variedad de tácticas. Antes que nada, estuvo dispuesta a no ser la figura central del poder y alentó las candidaturas de otros dos contendientes. Luego, estableció lazos significativos dentro y fuera de su país. Hizo proselitismo interno (los comanditos) y externo (contrató encuestadoras reconocidas para que sirvieran de validador de las cifras, estableció sistemas de comunicación robustos para transmitir las informaciones que quería hacer públicas). Todo parece indicar que está tomando las medidas para lograr no solo que su equipo gane las elecciones sino también que acceda al poder.
Ahora hace falta que ambas partes trasciendan la eficiencia de los comicios mismos, que piensen en la eficiencia en un uso del poder por amor al pueblo venezolano. Como dice San Pablo en su primera carta a los corintios: “Y ahora permanecen la fe, la esperanza y el amor, estos tres; pero el mayor de ellos es el amor”.