El lenguaje constituye un amplio y complejo sistema de significados articulados de manera coherente y sistematizada. Su función comunicacional posibilita y justifica el desenvolvimiento de la vida social. Hablamos, interpretamos y comprendemos agracias al lenguaje y su estrecho vínculo con el pensamiento.
En los más variados ámbitos de la sociedad, está presente la esencia codificada del lenguaje, que constantemente respiramos y usamos en el diario vivir. El pensamiento y nuestra práctica social tiene sentido y validez en sus signos y significantes.
Amalia León Cabral investiga y reflexiona, desde una perspectiva filosófica, la función y fundamento del lenguaje. Sabe claramente que el ser humano siente la necesidad de expresarse, por lo cual usa señales y signos significativos. A través de ellos, vincula palabras con hechos, cualidades y cosas. Ocurre así y no de otro modo, porque los signos lingüísticos encarnan el sentir y voluntad intencional del sujeto que habla, interpreta, piensa y comprende. En su interesante tesis doctoral (La enseñanza de valores a través del simbolismo e integración artística) María León Cabral habría escrito alguna vez:
(…) el lenguaje es un universo antropológico, esto es, algo que radica en el propio ser humano y de lo que no puede prescindir en su vida real. La palabra articulada, hablada y/o escrita, no es, pues, un instrumento que el hombre haya inventado, sino que, como la visión o la respiración, pertenece al su propio modo de ser: “está en la naturaleza del hombre” y sus funciones no se reducen sólo a actuar como vehículo de comunicación. De hecho participamos y usufructuamos el poder del lenguaje que trasciende a los individuos y por él ellos se hacen más dueños de sí mismos. Por el lenguaje, en efecto, articulamos tanto nuestra experiencia interior como el mundo objetivo que nos toca en suerte vivir.
El lenguaje es consustancial a la naturaleza humana, la cual, como es sabido, no crea el lenguaje, aunque lo tenga dentro de sí y lo reproduzca continuamente. Gracia a sus signos lingüísticos, somos consciente de lo que pensamos y hacemos. Nuestro mundo está estructurado con los signos del lenguaje, que siempre utilizamos para interactuar, interpretar y comprender. Sin lenguaje, ese mundo sería un caos, ya que no podríamos, siquiera, nombras las cosas con palabras. En verdad, todo nos parecería turbio, enmarañado e incomprensible y hablaríamos, por además, sin saber lo dicho. Mediante dichos signos obtenemos conocimientos, nombramos las cosas y, sobre todo, logramos la comprensión de la realidad.
El lenguaje sirve para clasificar y ordenar cosas. Con él orientamos y, acaso, nos deleitamos con la sonoridad de las palabras. También entendemos y asumimos determinada postura en el mundo. Más aún: gesticulamos, señalizamos; hablamos con palabras y sin ellas. Constantemente combinamos de distintas maneras pensamiento, lenguaje y realidad. Diríase que en ello reside la clave para comprender nuestra raíz existencial y la validez del lenguaje, justificada, tal vez, en la necesidad de dialogar, entender y abrirnos a los más variados sentidos del mundo. Con sobrada razón, León Cabral escribiría:
Como consecuencia de su “significación existencial”, siguiendo a Merleau-Ponty, el lenguaje nace de una raíz alimentada por la proyección del hombre sobre el mundo. Dicho de otro modo: el pensamiento y el lenguaje son dos manifestaciones de la misma actividad fundamental del ser humano, de tal modo que el vínculo del vocablo con su sentido no es una relación de exterioridad asociativa, sino que por la palabra el sujeto toma posición en el mundo, adopta un gesto, como es la mirada de admiración ante la belleza del pasaje o la reacción de sorpresa ante una persona querida inesperada. Porque hablar equivale a gesticular, adquiere importancia decisiva el timbre físico de la palabra, la tonalidad y la importancia de la fonética, tanto para quien habla como para quien escucha.
Cierto: el lenguaje socializa, comunica y permite comprendernos los unos a los otros. Nuestro mundo está entretejido con sus símbolos y significantes, que, de más en más, mantienen vigente nuestra moralidad, hábitos, costumbres, valores y formas de vida.
De forma permanente, respiramos el aroma encantador del lenguaje. Vivimos en sus entrañas y disfrutamos su enorme riqueza y, a la vez, sufrimos su compleja oscuridad. Desde él miramos y remiramos; dialogamos; intercambiamos experiencias, impresiones, ideas, conceptos y también desciframos la lógica del texto.
Estimulados por la curiosidad, procuramos, mediante reiteradas interpretaciones, el mensaje oculto del texto, cuya totalidad de sentidos, articulados con signos lingüísticos, se presenta a la razón de manera brumosa.
Fundamentado en el lenguaje, forjamos una representación idealizada del texto. Su comprensión eficaz dependería, principalmente, de la interpretación. Consciente de ello, León Cabral argumenta del siguiente modo:
(…) Interpretar, en consecuencia, supone sacar a la luz las posibilidades referenciales abiertas por el texto, haciendo diáfano su mundo: sus referencias directas, pero sobre todo las indirectas, esto es, las no dichas, pero traslúcidas a través de su significación literal. La interpretación buscará la confrontación de los dos horizontes: el horizonte del texto y horizonte del mundo de su intérprete. Y decimos confrontación y no fusión, como pide Gadamer, porque si no hay razones para que el lector renuncie a su propio horizonte de mundo, la interpretación pide que lo enfrente con los modos de entender el mundo de los textos. En consecuencia, interpretar equivale a desvelar todo su mundo, no para reproducirlo, sino para tomarlo como reactivo frente a nuestras propias certezas, esto es, para encararlo con nuestro propio modo de ver y hacer las cosas.
El texto es puro lenguaje o: un todo lingüístico compuesto por partes significativas visibles y ocultas. De ahí que sea indispensable interpretarlo para entenderlo claramente. Eso no se logra con facilidad. Es indispensable entender el lenguaje del texto para desentrañar la intencionalidad y significado de sus pensamientos. Actuar de otro modo, sería un sin sentido, ya que pensamiento y lenguaje están estrechamente vinculados. Ambos son el uno para el otro. El pensamiento sin lenguaje, es vacío y a la inversa: sin el pensamiento, el lenguaje constituye un contra sentido. Amelia León Cabral reflexiona, interpreta y comprende la estrecha relación entre lenguaje, pensamiento, interpretación y comprensión. Por eso lo conceptualiza y lo explica con mucha claridad. Eso evidencia su profunda concepción filosófica sobre la esencia significativa del lenguaje dentro del contexto social y sus más diversas manifestaciones óntica, epistémicas, gnoseológicas y cultural, en sentido general.