Era un abril de alisios vaporosos y la humedad del ambiente aumentaba la carga de mi padecimiento. Antes de enfrentarme a la sala de juntas y sus directivos, donde me entrevistarían para el flamante puesto de director jurídico, abrumado por la derrota que ya me había pronosticado, en honor a ese autosabotaje congénito que aún no he podido domeñar, saboreaba un expreso doble que me había servido muy amablemente la secretaria de la empresa. Me lo tomaba a sorbos lentos, sin quitarme de encima el saco gris perla de solapa ancha percudido por el tiempo y el descuido, cuando sentí una voz aflautada casi en el oído:

  • ¡Buen día!
  • Saludos — conteste, mientras soportaba un espasmo en el esófago, convencido de que me había sucedió lo que llaman serendipia.

Salió por la puerta principal del vestíbulo y desapareció dejando una estela en el aire, que hoy en día no he podido descifrar.

En automático, mientras me entrevistaban, me dispuse a reconstruir mentalmente aquel momento, del cual ya era consciente -por mi obsesión con la historia- significaría un antes y un después en el devenir de mis anales. Y allí estaba, como una efigie parada en el corredor que dividía la sala de espera con el área operativa de la empresa, sencilla en la moda, con una blusa lila estampada de satín; su cabello largo secado por el viento circunvalaba su rostro diametralmente perfecto, que brillaba por la luz de sus lunetas color ámbar, nimbada por el vaho espeso que exudaba su presencia, revelando la serenidad profunda de quien aguarda con esperanza la llegada de algo mejor.

Cuando me repuse, no hice el menor esfuerzo en luchar contra el rapto de mi amígdala del cual estaba siendo víctima y, tomada la decisión, me lancé a cometer la felonía. Como el mejor discípulo de Stanislavski pretendí ser un jurista envarado de altos vuelos intelectuales con una proyección nacional e internacional, sin parangón, cuando en realidad mi mayor éxito profesional consistía en haber sido el mensajero personal de algunos colegas que conformaban el área de litigios de una oficina de prestigio, sumado  al desprecio que me agencie, sin pretenderlo, de un referente en la materia, que nunca se había referido a mi desarrollo académico, hasta que un día se dignó en hacer un comentario sobre una postura dogmática que yo había asumido, derivando el asunto en una discusión estéril en la cual ninguno de los dos teníamos la información suficiente para debatir con mediana propiedad al respecto, culminando la disputa, con su pontificación sobre el tema: ¨La ley es clara; por tu miopía intelectual no llegaras ni a leguleyo¨.

Consumada mi interpretación, el gerente de operaciones superado por mis cabriolas retóricas, se limitó a deslizar sobre la mesa con cierta holgazanería una hoja boca abajo. En ese instante entendí el mensaje, el contenido de aquella propuesta abriría la caja de Pandora. Era el paquete salarial que me ofrecía la empresa, el cual comportaba, entre otras cosas, que yo tendría que pedir dinero prestado para poder coronarme con la apetecida posición para la cual me había postulado. Antes de terminar de leer la débil oferta, acepte con convicción la invitación a caminar descalzo sobre el lecho de brasas que me esperaba por la infausta concurrencia entre mi ingenuidad y la situación decadente de la compañía, con tal de no perder la oportunidad de estar cerca de aquel ser de sonrisa nacarada.